Nm 24, 2-7.15-17a; Sal 24; Mt 21,23-27

¿Con qué autoridad haces esto?, ¿quién te la dio?, le preguntan en el templo los grandes de su entorno religioso, sumos sacerdotes y ancianos del pueblo. La ternura y la misericordia del Señor Dios. Él es quien nos da su misericordia, canta el salmo. ¿Así, sin más, como quien esparce de cereal el campo, al buen tuntún? Sí, de esta manera en apariencia tan dispendiosa hace el Señor la siembra entre nosotros. Pero es una siembra personalizada, en Jesucristo. Porque es en él donde se nos manifiesta el misterio de esa ternura y misericordia. En él, semejante a nosotros, imagen nuestra hasta el punto de ser de nuestra misma carne. Por eso, más que imagen, realidad nuestra; realidad semejante a la nuestra. Carne de nuestra carne. Ahí es donde se nos hace publicada esa ternura y misericordia del Señor Dios. A quien, en, con y por Cristo, ahora ya, podemos llamar Padre, como hijos suyos, ¡pues lo somos!, como el día de todos los santos nos gritaba con inmensa intrepidez la primera carta de san Juan. El Padre nos ha dado su amor.

Bellas son las tiendas de Jacob, bellas son nuestras casas, nuestra moradas, porque son contempladas por la mirada del Señor. ¿Sólo por eso?, ¿sólo por él, Dios nuestro Señor? Hay más, he aquí el misterio, pues ahora también son contempladas por el hombre de ojos perfectos. Él es quien escucha palabras de Dios, al pronunciarlas. Él conoce los planes del Altísimo. Él contempla visiones del Poderoso, en éxtasis, con los ojos abiertos. Oráculo del hombre de ojos perfectos.

¿Quién? Quien es la expresión completa —en completud— de la ternura y de la misericordia de Dios hacia nosotros, que son infinitas. En él hemos conocido que las cosas son así, pues él se ha hecho uno como nosotros, imagen y semejanza nuestra, realidad de nuestra carne; él que procede de lo alto, que viene del seno mismo de la ternura y de la misericordia de nuestro Dios. Por eso, proclamen nuestras almas la grandeza del Señor.

¿Cómo? Porque quien viene de allá ha entrado acá. Porque quien, de condición divina, como nos decía hace unos días Pablo en el carta a los Filipenses, no hizo alarde de su categoría de Dios, tomando la condición de esclavo, como nosotros, uno de tantos. Esclavo, como María, quien en su humildad adquiere su inmensa grandeza. Esclavo, con la magnificencia del Señor. Así, ahora, con él, en él y por él, Jesús el hijo de María, la Virgen, lo que entraba en los planes de Dios desde el mismo principio, nuestra condición, condición de esclavo, se hace condición de hijo.

¿Cuándo? No en los fabulosos y fingidos tiempos de algún mítico cavilar en algún eterno retorno, sino en la linearidad temporal de la historia, de nuestra historia, en tiempos del emperador Augusto. En este momento, pues, con él, por él y en él, nace la historia, no porque antes no la hubiera —estaba como enroscada en sí misma, recogida sobre sí, apenas si justo por encima del lugar de los muertos, en espera de su despertar liberador—, sino porque todavía no había tenido la ocasión de desenvolverse en lo que será la expresión de su realidad, de la realidad entera.

¿Dónde? Tras el anuncio del ángel de parte del Señor y con la aceptación de quien es la esclava del Señor, en el vientre de María, ¡menuda esclava!, se nos hace realidad manifestada la ternura y la misericordia de Dios.