So 3,1-2.9-13; Sal 33; Mt 21,28-32

Publicanos y prostitutas nos llevan delantera en el camino del Reino de Dios, a nosotros, que pensábamos estar ya en él, junto a los buenos, con los poderosos que merecen la pena. Los caminos del Señor son muy raros. No es al gritador de su propia fuerza y bondad y grandeza y perfección a quien escucha, sino al afligido, al humilde, al inmigrante. Apenas si tiene voz, y su pequeño vahído nunca pareció ser escuchado; tan poca cosa que a nadie le merecía la pena. Apenas si un esclavo, un pobre, un sencillo, un muriente. Una absoluta nada. ¿Para qué vale?

Sin embargo, cantamos con el salmo: bendigo y alabo al Señor. ¿Qué osadía? No, al contrario, para nosotros es el puro regalo de su rostro. Contempladlo y quedaréis radiantes. Palabras hermosas, sorprendentes, que le dejan a uno aturullado. Contemplándolo será cuando nuestro rostro no se avergonzará de su humildad, de su pequeñez, de su ser apenas si una pura nada. En esa contemplación nuestro rostro se hace grande, iluminado por el suyo. Porque descubrimos que el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. Escuchad, pues, humildes, alegraos. Contemplad su rostro y quedaréis radiantes.

¿Dónde se nos da la seguridad cierta de esa contemplación del rostro mismo de Dios? En Cristo Jesús. Porque, por medio de tu Hijo, reza la oración colecta, nuestro Dios nos ha transformado en nuevas criaturas. Porque las cosas son así, le pedimos que mire con amor las obras de sus manos. A todas las obras de sus manos, claro, pero de modo especial a aquellas que él hizo a su imagen y semejanza; a nosotros, de quienes él se atrevió a enviar al Hijo para que fuera semejante a nosotros, a nuestra imagen, carne como nosotros. Qué juego asombroso de ida y vuelta en la imagen y en la semejanza. De esta manera se nos hace un regalo de grandeza inesperada: nuestra carne de imagen y semejanza expresa carne de Dios, pues el Hijo se ha encarnado en el seno de María, Virgen.

De esta manera, la venida del Hijo Unigénito, prosigue la oración colecta, nos limpiará las huellas de nuestra antigua vida de pecado. Nuestra imagen y semejanza, ahora, se asemejará a su imagen y semejanza. Nuestra vida, así, es una vida nueva, en la que se borran las huellas de la vida antigua, vida de pecado. Jesús nos lo dice en el evangelio de hoy: se nos presenta para que creamos en él. Pide de nosotros la fe de publicanos y prostitutas. Gente baja, miserable, perdida, pecadora, apartada de la comunidad de nosotros-los-buenos. Gente, por eso, a la que la palabra del Señor llega con facilidad, pues nada tienen de lo que puedan gloriarse. Feliz la culpa que nos trajo esta salvación, grita el pregón pascual. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, nos escribe san Pablo. Y todo es cuestión de gracia.

Una cosa nos pide: que creamos en él. Nada más, nada menos. Porque esto sí lo podemos, ayudados de su empeño y de su ternura. Para eso, al Padre, Padre del hijo Unigénito y, en Cristo, por Cristo y con Cristo, Padre nuestro, le decimos de modo tan emocionante: que nuestros ruegos y ofrendas te conmuevan, Señor, y al vernos desvalidos y sin méritos propios acude, compasivo, en nuestra ayuda. Ayuda a nuestra fe, pues, tan pequeños, incluso estamos desvalidos de ella; cosa tan poca la que se nos pide: creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad.