Jc 13,2-7.24-25a; Sal 70: Lc 1-5-25

Porque todo aconteció entonces, en aquellos días. No en un mítico e impersonal tiempo de los comienzos, sino cuando vivían este y este, cuando aconteció esto y esto. Días muy concretos, tan concretos como los de hoy. Fue un hoy fechado. Como el nuestro. Se pueden conocer circunstancias precisas. Todo en el NT subraya el día y la hora. Lucas insiste más que Mateo en esta visión histórica. No un tiempo mítico, sino un tiempo real, el nuestro, el suyo, el tuyo, el mío. Tiempo de salvación que nos hace salir del mero hurgar de los relojes, falso tiempo —¿cuándo fue eso?, preguntará Herodes, pero lo decía con intención de matarle—, tiempo del rico epulón, del dominio por los poderosos, para encaminarnos al tiempo de la carne. No un tiempo fabuloso, sino real: tiempo de la temporalidad de nuestra carne.

Una vez más, la oración colecta da en el clavo. Siempre dirigida al Padre, Dios y Señor nuestro, que en el parto de la Virgen María —Virgen se ha convertido ahora en denominación esencial: por obra del Espíritu Santo—, has querido revelar al mundo entero el esplendor de tu gloria. No ha sido obra de la mera biología, sino obra de Dios esencial en su plan de salvación, preparado desde antiguo para nosotros. Misterio de Dios. Estamos en el punto de inflexión de nuestra naturaleza —de la naturaleza—, cuando comienza el desenvolvimiento de la historia. Por eso, cantamos en el salmo que nuestra boca está todo el día llena de tu alabanza y de tu gloria. Gloria de Dios, es decir, el mismo centro de la presencia de Dios entre nosotros. En Dios pusieron su esperanza los pertenecientes al pueblo elegido, y esta no ha sido defraudada. En él está puesta mi confianza desde mi juventud, seguimos cantando con el salmo.

Juan el Bautista es personaje decisivo en el evangelio de hoy. Lucas presenta dos niños, especialmente Jesús, como enviados por Dios para realizar en la historia el designio de salvación. Los dos vienen de Dios. Juan queda lleno del Espíritu Santo ya en el seno materno. Jesús, a más de que el Espíritu actúa en él desde el primer instante de su existencia terrestre, es verdaderamente Hijo de Dios. Juan es figura de transición entre lo que fue el tiempo de Israel y lo que es el tiempo de Jesús, el tiempo último y definitivo. No se trata de una nueva promesa que se eleva en el seno del judaísmo y de su culto, sino de un comienzo nuevo. El Dios de Abrahán y de su esposa Ana, la estéril, ha prometido y dado muchos hijos; pero en aquel tiempo permanecía silencioso e inactivo. Ahora da un comienzo nuevo. Escucha la petición de una persona, Zacarías, y a su través, como sacerdote, se recoge la oración de todo un pueblo. Borra la humillación de una mujer estéril, y, por ella, la humillación de todo Israel. Todavía no es la salvación en su totalidad, pero ya está anunciada: Juan predicará el arrepentimiento, la vuelta a Dios y al prójimo, preparando así a Israel a su última y definitiva visita de su Dios (para Lucas, François Bovon y Joseph A. Fitzmyer).

Le pedimos al Señor que acepte nuestras ofrendas y consagre con su poder lo que nuestra pobreza le presenta. Vida de seguimiento, de rumies, de debilidades y esperanzas. Siempre en la fuerza de su misericordia.

Faltan cinco jornadas para que lleguen los días de la encarnación del Verbo.