1S 1,24-28; Sal: 1S 2,1-7; Lc 1.46-56

Nuestro corazón se regocija con el Señor. ¿Por qué? Porque es nuestro Salvador. ¿Los que se dicen valientes? Sus armas quedarán rotas; sin embargo, los cobardes, estos son los que, por la intervención del Señor, de su fuerza y misericordia, se ciñen de valor. A los hartos, todo les falta, mientras los hambrientos, los hambrientos de siempre, comen de la salvación del Señor hasta hartarse. La mujer estéril, el desvalido, caído en el polvo, los que nada tienen, descubrirán que es el Señor quien está con ellos, que la estéril será madre de muchos hijos, mientras la madre de muchos queda baldía; que el desvalido subirá a lo alto. Es el Señor quien da la pobreza y la riqueza. Quizá el salmo lo entendía en pobreza y riqueza de moneda, pero nosotros lo entendemos con otras palabras: somos ricos de la salvación que el Señor nos ofrece como regalo.

Por eso, cantamos con María que nuestra alma proclama, ¿qué?, ¿nuestra grandeza?, no, la grandeza del Señor. El mundo está patas arriba. Todo lo contrario de lo que creíamos. Nosotros somos humildes: el Señor ha mirado la humillación de su esclava, dice María con nosotros. Porque es así, todos felicitaremos a María. Quien tiene la fuerza y el poder no es María, ni siquiera nosotros, sino el Todopoderoso, con un todopoder de misericordia y de ternura, de Padre y de Madre, que ahora se nos hace patente, en María y en el fruto de su vientre. Es ahora cuando su misericordia se hace realidad definitiva. Los humildes, los que tienen hambre. Estos son los bienaventurados; en ellos se hace pura patencia la buena aventura de la salvación. Dios no se ha olvidado de la misericordia con su pueblo. Puede que sólo quedara un pequeño resto de creyentes, de esperantes, de confiantes, de humildes del Señor. Mas es en ellos, en María, en nosotros, ¿en nosotros?, ¿en ti y en mí?, donde se está mostrando de modo definitivo la ternura del Señor con fuerza y todopoder de misericordia con nosotros, contigo y conmigo, y con todos. Grande lo que acontece entre nosotros, en María, Virgen, en el vientre santo, salvación para todos. ¿Para los prepotentes, para los ricos, para los orgullosos de sí mismos y de “los nuestros”, para los soberbios, para los colmados, para los epulones? No, para esos nada. Para los humildes, para los pobres, para los recatados, para aquellos a los que falta de todo, para el pobre Lázaro al que ni siquiera se le dan las migajas. Ahí, entre ellos, es donde está el fruto del vientre de María, Virgen, y José, y el burrito. ¿Qué hace un burro junto a Jesús?, lo suyo, lo que sabe hacer tan bien, rebuznar y, de vez en cuando, echar coces al aire: ¡pero allí está, junto a la pequeña familia de los humildes, los preferidos del Señor! Los demás, ¿qué?, ¿serán condenados al fuego eterno? No, ahí está lo bonito de lo que sucede estos días: acontecimiento de salvación para todos. Cosa sorprendente, ocasión para todos. El Señor de topopoder no es rencoroso y vengativo, sino tierno y misericordioso, y quiere que, con esta ocasión, viendo a María, Virgen, en el engendramiento de su hijo, en el vientre que lo porta, en el nacimiento del pobre niño —imagen y semejanza de toda carne—, en José, en el burrito, todo corazón se vuelva hacia él.

Faltan tres jornadas para que lleguen los días de la encarnación del Verbo.