Mt 3,1-4.23-24; Sal 24; Lc 1,57-66

Las sendas del Señor son curiosas, extrañas, parecen extravagantes, pero, finalmente, sendas de misericordia, de ternura y de lealtad.

Antes de seguir, conviene tener en cuenta un punto importante. En la versión griega de los LXII, aceptado por los cristianos, el orden de los libros —cuya conformación corre paralelo al nacimiento del cristianismo— pone al final a los profetas, terminando las Escrituras, el AT, por tanto, con Malaquías, en el texto que hoy leemos. En el orden del texto hebreo masotérico —posterior—, las Escrituras se cierran con los libros sapienciales: nuestras traducciones ahora están siguiendo este orden, ¿por qué? En el orden antiguo, los profetas, Malaquías, y su página final, dejan unas Escrituras abiertas. Abiertas a lo que ha de venir, que ya está viniendo. Mirad. ¿Qué miraremos? A la virgen que va a parir un niño. Mirad, que el Señor envía su mensajero, Juan. ¿Juan? Pero si ese no es nombre de nuestra familia; todos quedan sorprendidos de que padre y madre, Zacarías e Isabel, coincidan en ese nombre extraño. Porque es el Señor quien pone el nombre, quien lo elige para que siga sus pasos, para anunciar al que viene detrás de él, pero del que no será digno siquiera de atar las sandalias. Miradle a él, Juan, para ver cómo tras él llega otro, Jesús.

Miradlo entrar. Mirad, os enviaré al profeta Elías, nos dice el Señor. Elías fue arrebatado al cielo, y todos los judíos esperan su venida al final de los tiempos, cuando llegue el día del Señor. Pues bien, mirad, llega el día de la conversión. Llega el día de la salvación.

Mirad y levantad la cabeza, cantamos con el salmo, se acerca vuestra redención. Por eso, nos confirmamos en que el Señor es bueno y recto, dirige a los humildes, les enseña su camino; porque sus sendas son misericordia y lealtad. Ahora, hoy, mirad, el Señor se confía con sus fieles y nos da a conocer su alianza. Mirad, ya llega. Llega el día de la salvación.

¿Dónde miraremos? A José y a una virgen que se acercan a Belén. En ellos, llega nuestra salvación. Mirad a lo poco, a quienes apenas si son nada ni nadie, a los humildes, a quienes nadie considera de importancia. En ellos, en el vientre de María, Virgen, está nuestra carne salvadora. La carne de un niño que todavía no ha nacido, pero al que le falta poco, muy poco, para ver la luz. Mirad. Miradlo bien, pues ahí, en lo que María lleva en su vientre, Dios, el Señor, nos regala nuestra salvación. En una carne de vientre abombado. De modo que, ahora ya, todo vientre abombado es imagen y semejanza de este. Todo vientre abombado participa, pues, de esta salvación que se nos regala en el de María. Nunca podremos decir: bah, total. Pues este vientre abombado y lo que contiene es, en la imagen y semejanza, carne de Dios. ¿Podremos decir, bah, es poca cosa? Sí, tienes razón, tan poca cosa, y, sin embargo, ahí, en ese vientre santo, llegan hasta nosotros la misericordia y la ternura del Señor. Sin alharacas. Con la alegría de todo parto al que le llega su momento. Ahí recibimos al completo —en completud— el amor total de Dios por nosotros y su voluntad de no dejarnos de su mano. Ahí, en ese vientre santo. Ahí, en ese niño humilde que va a nacer.

Faltan dos jornadas para que lleguen los días de la encarnación del Verbo.