Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1-1-18

Fijaos, lo que la carta a los Hebreos dice en pasado, lo titulo en presente. No porque quiera convertir pasado y futuro en mera presencia de lo presente, reduciendo todo a la sola actualidad, lo que quitaría todo espesor a nuestra carne y a la de Cristo, convirtiéndonos a él y a nosotros en simples calcamonías de lo que es y somos, habiéndonos quitado todo espesor de pasado y de futuro, sino para hacer ver que aquello es esto; que aquello que se nos dio entonces, se nos da en nuestro cada día de la vida. Y ahora nos ha hablado y sigue hablándonos por el Hijo. A todos. Todos los días.

¿Quién nos habla? Quien es heredero de todo. Por él todo se ha realizado. Quien es reflejo de la gloria de Dios. Quien es impronta de su ser. Quien sostiene el universo con su palabra. Quien, habiéndonos purificado de los pecados, está sentado a la derecha de Dios. Quien inauguró la temporalidad de la historia. Quien nos dijo su palabra definitiva. Tras él, dice san Juan de la Cruz, Dios ha quedado como mudo, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado en Cristo todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Todo en él, por él y con él. Nunca nada sin él, si es Todo. Porque es Todo. Reflejo luminoso del esplendor del Padre. La delineación que hace Hebreos del Hijo recuerda la descripción de la sabiduría divina (Sb 7,25-26). Dios creó el universo por medio de su hijo, y el Hijo lo gobierna con el poder del Padre (véase Manuel Iglesias).

Sin embargo, ¡qué horror!, viniendo a los suyos, los suyos no lo recibieron. ¿Lo aceptamos nosotros, tú y yo? Si algunos lo reciben —¿tú, yo, nosotros?—, les ha hecho capaces de ser hijos de Dios. Descubre en nosotros y hace realidad las predisposiciones que se nos habían dado en la imagen y la semejanza que el mismo Cristo, obrándose uno como nosotros, uno de tantos, haciéndose carne, enviado por el Padre y por la fuerza del Espíritu Santo, tomó para sí. Nosotros podemos contemplar, así, su esplendor, la magnificencia transfiguradora de su carne, pues se hizo carne y habitó entre nosotros. Carne que morirá en la cruz y que el Padre resucitará. Carne que mostrará camino a nuestra carne.

Desde ahora toda carne es sagrada porque semejante a la de Cristo, imagen de la suya. Toda carne, por humilde que fuere, por pobre, enferma, monstruosa —como la carne de Cristo será monstruosa en la cruz—, vieja, sin interés, muriente, por carne de inmigrante que sea transparenta a Dios. Es carne de Dios. Carne que toca a Dios. Porque en la carne visible de Jesús se nos hace visible quien es invisible. Dios ya no es invisible, sino que es visible en Cristo, por Cristo, con Cristo.

Hoy, el vientre de María, Virgen, ha dado a luz al Salvador. Por eso, en mitad de la noche obscura, cantaremos: gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad. Porque un niño se nos ha dado. Y ahí tenéis la señal: es un niño pobre, lo encontraréis en una gruta a las afueras de Belén, con María, Virgen, su madre, con José, su padre, con el buey, el burro —tan rebuznador de sus rebuznos—, con los pastores pobres. Gloria a Dios.