Hch 6,8-10; 7,54-60; Sal 30; Mt 10,17-22

Las cosas del pirado de Esteban ni se podían escuchar. Entonces, no se puede repetir hoy la función maldita e insensata de sus palabras, dicen quienes nos mandan.

A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, reza Esteban con el salmo. Pues él da su vida, el primero, por quien nos ofreció la suya. Uno de los siete diáconos elegido por los apóstoles para que administren la comunidad, y sirvan la mesa de pobres y necesitados, mientras ellos puedan dedicarse asiduamente a la oración y al servicio de la Palabra (Hch 6,2-4). Esteban, lleno de gracia y de poder, realizaba su cometido. Discuten con él, tanto que, arrebatándole, lo llevan ante el Sanedrín: habla contra el Templo y contra la Ley. Mirándole fijamente vieron cómo su rostro resplandecía como el de un ángel. ¿Es verdad eso? Lo es, y Esteban se larga con un discurso interminable de relectura de la historia de los padres; el mayor, con mucho, del libro de los Hechos. Es un recorrido por la historia de Israel desde la perspectiva de Jesús. La lectura de la misa, saltándose la autodefensa de Esteban nos lleva enseguida al final cuando la acción, de pronto, se acelera bruscamente ante la violenta carga que Esteban lanza a sus auditores con referencia a la muerte de Jesús. Los espíritus se recomen por dentro escuchándole y rechinan los dientes de rabia, pues Esteban les muestra cómo Moisés —salvador del pueblo, profeta y perseguido—, el emblema señero de la historia de Israel, era figura o tipo del nuevo Moisés, Jesús. Entonces, Esteban, lleno del Espíritu, fija la mirada en el cielo, tal es la actitud de los discípulos ante la Ascensión —antes, todos habían fijado su mirada en Esteban, algunos, mirándole a él, fijarán su mirada en quien recibe esa mirada—, ve la gloria de Dios y a Jesús de pie a su derecha. Palabras inmensas, blasfemia suprema para los sanedrinitas de siempre. Pero esta es su fe, y la nuestra.

La muerte del discípulo se calca en la del Maestro. Proceso ante el Sanedrín. Frente a sus acusadores, visión del hijo del Hombre (Lc 22,69). Muere con un gran grito (Lc 23,46a), durmiéndose en la muerte del Señor (Lc 23, 46b). Perdón para sus adversarios (Lc 23,34). Judíos piadosos toman su cuerpo (Lc 23,50-53). Continuas llamadas a una memoria de evangelio que hacen de la muerte de Esteban una Pasión continuada. Muerte ejemplar. Muerte de quienes alargan su testimonio hasta un final martirial. ¿Que os arrestan? No tengáis miedo, será el Espíritu quien hable por vosotros, nos enseña Jesús en el evangelio de hoy. Debemos perseverar hasta el final.

La muerte de Esteban, que tiene algo de linchamiento, marca el paroxismo de la relación entre la autoridad religiosa del judaísmo y la comunidad de Jesús. La persecución, en la que está entremezclado Saúl, conduce al exilio a los cristianos de Jerusalén. Acontecimiento que es traza de la Providencia: la migración forzada de los creyentes abre la puerta del crecimiento del Evangelio fuera de Judea, predicho por el Resucitado a sus discípulos. Comienza la evangelización de Palestina. Después, el mundo entero.

En el relato de Esteban vemos cómo el discípulo y su Señor son solidarios en un mismo destino. El sufrimiento de los testigos adquiere su significado del precedente de la Pasión: frente a la hostilidad, la fidelidad recibe la misma promesa de salvación que testimonia la proclamación de Pascua (para Hechos, Daniel Marguerat).