Ayer veíamos al anciano Simeón y hoy nos encontramos con Ana, otra mujer de edad también avanzada que nos enseña dos cosas importantes. Dice el evangelio que “daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén”.

Mañana acabará un año en el que Dios ha estado con nosotros en todos los momentos. Aunque la celebración de la Navidad coincida con el final del año astronómico, nosotros sabemos que no es ahora cuando Dios se nos acerca, sino que siempre ha estado ahí, junto a nosotros, incluso cuando no éramos conscientes de ello. Por eso hemos de dar gracias: por multitud de bienes que cada uno conocerá en su vida, pero principalmente por el gran don de la fe que nos une a nuestro Salvador.

Ana, además, habla del niño a los que esperaban la liberación de Jerusalén. Esas palabras apuntan a la esperanza mesiánica. Los judíos esperaban un Salvador. Ciertamente nadie sospechaba que iba a presentarse con tanta humildad. Sin embargo, Jesús es quien trae la salvación, para aquellos hombres y para nosotros. En el actual momento, en que muchas personas están siendo atenazadas por la crisis económica hemos de recapacitar. Nuestro verdadero Salvador es Jesús y hemos de hablar de ello a todo el mundo. Quizás muchos esperan una liberación de otro tipo, y que también es justa, al igual que los judíos deseaban que los romanos abandonaran Israel. Pero hay que señalar que por encima de la recuperación económica o de conseguir un trabajo, cosas deseables para todos los hombres, hay una liberación más profunda: Dios se ha hecho carne para desatarnos de la esclavitud del pecado y llenar de sentido nuestras vidas.

En la parte final del evangelio se alude al hecho de que Jesús volvió con sus padres a Nazaret. También nosotros pronto saldremos de estas festividades que nos han llenado de alegría y nos han ayudado a vivir con más intensidad el misterio del amor de Dios. Pero es que el Señor no ha venido sólo para lo extraordinario, sino para acompañarnos en el día a día. Todo lo humano le interesa y todo quiere llenarlo con su presencia. En Nazaret estamos todos y toda nuestra realidad se condensa en ese minúsculo pueblo en el que quiso habitar la Sagrada Familia. Dicen los entendidos que este pueblo de Galilea no aparece nunca en el Antiguo Testamento. Era una aldea insignificante tanto por su realidad socioeconómica como por su relevancia histórica o política. La mayoría de nosotros también pasamos absolutamente de puntillas por la historia oficial que recogen los libros o los noticieros. Pero ahí quiere estar Dios con nosotros (eso significa Emanuel).

Se nos dice también que el niño crecía. Ese crecimiento de Jesús apunta también al desarrollo de nuestra vida sobrenatural. Lo que nos ha sido regalado por Dios, la vida de la gracia, está llamada a un crecimiento que es nuestra santidad.