A pocos días de la celebración del Nacimiento del Hijo de Dios las lecturas nos remiten al seno mismo de la Trinidad y al designio eterno de Dios. Al elevarnos hacía lo alto no abandonamos la realidad de la Encarnación, sino que ésta se nos hace más comprensible. Lo que ha sucedido es que Dios se ha hecho hombre: ha nacido en Belén y es reconocible.

Al inicio de su pontificado, en la Navidad de 1978, Juan Pablo II vinculó el misterio de la Encarnación a la vida de cada hombre. En el Mensaje Urbi et orbe dijo: “Navidad es la fiesta del hombre. Nace el hombre. (…) Si celebramos con tanta solemnidad el nacimiento de Jesús, lo hacemos para dar testimonio de que todo hombre es alguien, uno e irrepetible. Si es verdad que nuestras estadísticas humanas, los humanos sistemas políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no son capaces de asegurar al hombre el que pueda nacer, existir y obrar como único e irrepetible, todo eso se lo asegura Dios.”

San Pablo incide en ese hecho al señalar que Él nos eligió antes de la creación del mundo. El hecho de la Encarnación no puede separarse de la elección de cada uno de nosotros. Va íntimamente unido. Porque nos ha elegido se ha hecho hombre para salvarnos. La realidad del pecado no ha indispuesto a Dios contra el hombre sino que, empeñado en el designio de su voluntad, viene a la tierra para salvarnos. Viendo a Jesús en Belén se comprende mejor cómo Dios nos ama singularmente.

Hay una obra de teatro preciosa aunque escrita por un autor ateo. Se titula Barioná y la escribió Sartre durante su estancia en un campo de concentración en el que permaneció preso junto a algunos sacerdotes católicos. En ella muestra el paso de la desesperanza a la esperanza precisamente porque un Niño ha nacido, y ese Niño es Dios. Por esa presencia de Dios en medio de nosotros comprendemos el sentido de nuestra vida y dejamos de vernos como una simple casualidad o producto del azar. Así es posible pasar de la angustia, como si fuéramos motas de polvo que caen lentamente en un abismo sin fin, a la alegría. Podemos decirlo con palabras de Juan Pablo II: “Por Él y ante Él, el hombre es único e irrepetible; alguien eternamente ideado y eternamente elegido; alguien llamado y denominado por su propio nombre”.

Si nos fijamos bien descubrimos aquí un amor inmenso, porque Dios no se reserva nada por el bien del hombre. San Pablo nos llama también a fijarnos en ese hecho al recordarnos que en su oración pide a Dios que ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza que da en herencia a los santos.

El mundo tiene un sentido que se ilumina con la Navidad. El hombre está llamado a la gloria y para que le sea posible alcanzarla Dios mismo viene a su encuentro. Dice Nicolás Cabasilas: Cristo “es nuestro pie caminante y a un mismo tiempo el camino, y además, parador de descanso en el sendero y término de nuestro caminar”.