Unos buenos feligreses y colaboradores tuvieron estas navidades un accidente de avioneta. En un país americano cayeron al mar. No les ha pasado nada grave (pueden contarlo), pero relatan la experiencia y es sobrecogedor. La caída de la avioneta, salir de ella en medio del mar, los minutos que estuvieron flotando en el agua (unos quince, pero que se les hicieron eternos), y el rescate. Ya de vuelta pueden contar con una sonrisa que menos mal que se enteraron que esas aguas estaban plagadas de tiburones después de ser rescatados, si lo hubieran sabido los quince minutos hubieran sido una pesadilla. Algo así les pasa a las almas. Hay personas buenas, piadosas e incluso que luchan por su santidad. Pero de pronto caen en picado, sienten que ya no pueden mantenerse en el aire y caen. Entonces se sienten solos, rodeados de agua por todas partes y, a diferencia de nuestros protagonistas, muchas veces no esperan la salvación ni el rescate. Pero pronto, mucho antes de lo que podrían suponer, el Señor va en su rescate y vuelven a su vida cristiana. Después se dan cuenta de los peligros a los que han estado sometidos, lo cerca que han estado de que su alma sea devorada por los tiburones. Los tiempos de Dios son distintos y, a veces, los quince minutos son toda la adolescencia, o los años de juventud, pero el Espíritu Santo no se cansa de acercarse a rescatarlos y de ahuyentar a los tiburones.
«¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros.» Algunos se empeñan en encerrar a Dios en sus esquemas, sin saber (o querer saber), que Dios es más grande que nuestros pobres pensamientos. Cuando Jesús se acerca a los hombres lo hace de una manera nueva. Los hombres nos empeñamos en buscar nuestra propia salvación y muchas veces dejamos que la salvación venga porque la marea nos arrastre hasta la corriente. Pero cuando el ambiente es turbulento y las corrientes son contrarias a Dios entonces en vez de acercarnos a la orilla, nos alejamos. Nos cuesta pensar que nuestra vida es diariamente un milagro de Dios, que nos ha redimido para hacer que, aunque toda la corriente del golfo (que buen nombre), se empeñe en alejarnos de Dios, Él ha querido que nos acerquemos a la orilla. Tener eso claro hace que, aunque podamos tener momentos malos, dudas de fe, desánimos, etc. el Espíritu Santo hace que “cobremos ánimos y fuerza los que buscamos refugio en él, asiéndonos a la esperanza que se nos ha ofrecido. La cual es para nosotros como ancla del alma, segura y firme, que penetra más allá de la cortina, donde entró por nosotros, como precursor, Jesús, sumo sacerdote para siempre, según el rito de Melquisedec.” “Ancla del alma segura y firme.” Ten la certeza de que Dios te quiere santo, muy cerca suya, y Dios es inmutable en sus designios. Aunque te cueste creerlo, aunque pienses que no vales o que todo está mal a tu alrededor, entonces agárrate más a Cristo, insiste en la oración aunque no te diga nada y te aburras, acude más frecuentemente a la Eucaristía aunque te duermas, se constante en la Confesión aunque te parezca rutinaria. Pasará el tiempo y, antes de que te des cuenta, estarás en puerto seguro, mirando desde la seguridad del espolón a los tiburones que todos afirmaban que te devorarían. Si el Hijo del hombre es señor del sábado ¿no lo va a ser de tu vida?.
Nuestra Madre la virgen jamás naufragó, pero su tarea es rescatar a aquellos que pueden caer en el desánimo, subirnos a la barca de su Hijo, secarnos y darnos calor y palabras de consuelo. A ella, refugio de pecadores, nos encomendamos y le seguimos pidiendo la unidad de todos los que confesamos a Cristo como Hijo de Dios. Ancla del alma.