Santos: Fructuoso de Tarragona, obispo y mártir, y sus diáconos Eulogio y Augurio, mártires; Fabián y Sebastián, Neófito, Eusebio, Eutiquio y Basílides, mártires; Mauro, Desiderio, obispos; Eutimio, Fequino, abades; Eusebio, ermitaño; Pedro el Telonario, confesor.
La Passio que narra la vida y martirio de Sebastián está compuesta a la distancia de dos siglos; abunda en detalles que pretenden realzar la figura del mártir más que perseverar en el intento de fidelidad a la historia. El escrito posiblemente rellena la carencia de datos con una exposición no inverosímil, pero tampoco fiable; se puede afirmar que está hecha más con abundancia de cariño que con afán de verdad. De todos modos, hay constancia monumental en Roma de su existencia; consta la antigüedad del culto ininterrumpido a Esteban, soldado martirizado por la fe cristiana, y de su veneración.
Pasada la persecución de Valeriano, la Iglesia entró en un período de relativa calma que aprovechó para su reorganización y aumento de prestigio por todo el Imperio. Galerio permitió que se reanudara el culto y se pudieran ocupar los templos que fueron confiscados. Desde el 260 hasta los comienzos del siglo IV fueron cuarenta años de paz que solo se rompió en provincias y se debió más a la intransigencia de algún gobernador que a un ambiente con tintes persecutorios. En este contexto se sitúa la vida y martirio de Sebastián.
El historiador Eusebio quiere dar razones en sus escritos de por qué permite la Providencia divina la terrible persecución ya inesperada en la que murieron tantísimos mártires, entre ellos Sebastián; atribuye los hechos, con tonos de antiguo profeta, a un toque o advertencia divina para indicar a los cristianos que han bajado la guardia porque la libertad que disfrutan les está llevando a ser negligentes y perezosos; se han dejado llevar por la envidia y la maledicencia; los fieles piensan demasiado en los bienes materiales o riquezas; y, para colmo de males, existe mal entendimiento entre los obispos que se han hecho egoístas y peleones entre ellos con el consiguiente escándalo de propios y extraños.
El caso es que a fines del siglo III, con Diocleciano y Maximiano, se desata una nueva furia persecutoria con virulencia extrema. Parece que quisieron comenzar por depurar de cristianos al ejército. Noticias abundantes tenemos en el santoral de mártires que provienen del campo de la milicia: Maximiano en Tebaste, Víctor en Marsella, Marcelo en Tánger, Julio en Mesia, Emeterio y Celedonio en Calahorra. Sebastián fue el mártir soldado de Roma.
La hagiografía resbala insegura al tener que apoyarse en la Passio escrita con dos siglos de distancia. Dice que Sebastián fue hijo de militar, oriundo de Narbona y educado en Milán; añade que posiblemente era de familia noble por el hecho de formar parte en su carrera militar de la guardia pretoriana, que tenía sus números reservados para los hijos de familias selectas. Lo presentará como fiel y cumplidor de su misión ante cualquier encargo y como hombre de prestigio entre los suyos. Cristiano con fe firme pero no temeraria; se abstiene de los cultos a los dioses paganos y atiende al consejo de los obispos que afirman que el martirio es gracia que se puede pedir, pero no provocar.
Llegó la denuncia; tuvo que comparecer ante el emperador con la consiguiente sorpresa. Ante la disyuntiva que se le propone de elegir entre la religión o la milicia, opta por la religión provocando la ira del emperador, que entiende como desaire a su persona semejante decisión y lo condena a muerte. Las saetas se cebaron en su cuerpo atado a un poste y los verdugos lo dieron por muerto, probablemente en el monte Palatino. Pero aún vivo lo recogieron los cristianos y lo curó ocultamente la piadosa viuda Irene. Solo que, habiendo tomado gusto al martirio que se le escapaba, una vez curado, se presentó voluntariamente al tirano para advertirle de su injusticia y del castigo superior que le esperaba. Allí mismo fue azotado hasta la muerte y arrojado a la Cloaca Máxima, el albañal más nauseabundo de Roma.
Recogieron su cuerpo y lo enterraron en el cementerio subterráneo de la Vía Apia, el que hoy se llama «Catacumba de san Sebastián».
Parece que se construyó una pequeña iglesia sobre su tumba en el siglo IV, y en el mismo sitio, otro templo amplio en la superficie exterior, que aún hoy lleva el nombre de San Sebastián, donde está expuesta a la veneración de los fieles la estatua de Giogetti.
Desde la epidemia que soportó Roma en el año 680, se le invoca como protector contra la peste, y también se recurre a él contra los enemigos de la religión junto a otros aficionados a las armas, como san Mauricio o san Jorge.
Es el tercer patrón de Roma, después de San Pedro y San Pablo y uno de los mártires más venerados en toda la cristiandad, cuya imagen divulgada por el Renacimiento –entre mítico Apolo y héroe cristiano– entra en las principales muestras de la iconografía representando en el arte la irreconciliable dulzura del sufrimiento y el gozo inexplicable de desear morir para vivir.