Heb 10, 1-10; Sal 39; Mc 3, 31-35

No me gusta leer el Evangelio desde el patio de butacas; se pierden muchos detalles y, sobre todo, se echa en falta a un personaje sin el cual es muy difícil entender los relatos: ese personaje soy yo. Puedo contemplar a Mel Gibson en «El patriota» (¡Me gusta mucho esa película!), y aplaudir y gimotear desde la butaca frente al DVD. Paso un buen rato, y después sigo mi vida, porque la independencia de los Estados Unidos tiene poco que ver conmigo. Leer así el Evangelio sería cómodo; me complicaría tan poco la vida como «El patriota»… Pero sería falso. Cristo ha venido al Mundo para rescatarme a mí, y eso me convierte en un personaje inexcusable de cada relato evangélico… No puedo quedarme en el patio de butacas, y tengo que subir al escenario.
Una vez allí, no me conformo. Para llegar al fondo de cada escena, a veces tengo que pasar detrás de los bastidores, introducirme en los camerinos de los personajes, acosarlos a preguntas y remover los armarios de sus recuerdos hasta que la acción se abre del todo para que yo pueda entrar… Basta de prólogo. El folio es breve.

La escena de hoy, vista así, de sopetón, y desde el patio de butacas, parece un desplante de Jesús a su Madre. Luego podemos sacar todas las «esquirlas morales» que nos apetezca dándole vueltas a ese «el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre», tan proclive a nuestra voracidad moral. Pero yo quiero saber por qué Jesús no salió a dar un beso a su Madre. Quiero saber eso antes que ninguna otra cosa… Lo demás ya vendrá.

Me he colado en los camerinos, he revuelto los armarios, he destripado el guión y he sacado del fondo de un estante el que debía haber sido el evangelio del sábado pasado si no hubiera coincidido en esa fecha la fiesta de la conversión de San Pablo. Allí tenemos el origen de ese viaje de los parientes de Jesús y de su Madre: los primos del Señor, arguyendo que Jesús estaba fuera de sus cabales, iban en su busca para sacarlo de la circulación y encerrarlo en alguna casa de locos… ¡Ahora entiendo! Avisaron a María, cuyo consentimiento era necesario para llevar a cabo el sacrilegio, y la Madre de Jesús, sabiendo que lo harían de todos modos, decidió acompañarlos para estar cerca de su Hijo en aquellos momentos de dolor que se avecinaban… ¡Cómo tuvo que sufrir la Inmaculada durante aquel siniestro viaje! ¡Cuántas infamias, cuántos desprecios tuvo que soportar de aquellos sus parientes mientras se acercaban! Y, una vez llegados allí,¡Cómo palpitaría su Corazón Inmaculado!

La respuesta de Jesús hizo brotar en el pecho de María un suspiro de alivio; el Señor conocía el motivo de la visita y no iba a salir al encuentro de sus parientes. Por otro lado, en aquellas palabras tan «moralizantes» se escondía un mensaje en clave para su Madre: «ellos no son mi familia, porque no cumplen la Voluntad de Dios. Tú, Madre mía, sí lo eres»… Esta escena tiene un final feliz. Por eso me gusta remover los camerinos: para encontrar estas perlas.