Heb 11, 1-2. 8-19; Lc 1; Mc 4, 35-40

«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»… Jesús dormía. No es que no le importase que los apóstoles muriesen anegados por las aguas. Es que dolores más fuertes y urgencias más amargas pesaban sobre su Corazón fatigado: los pecados de los hombres, el hambre de las almas, el desconcierto de un rebaño sin pastor… Eso preocupaba al Señor. Al fin y al cabo, nada puede una tormenta contra la claridad de un alma en gracia; los vientos y las olas, cuando se apoderan de la barca en que navega un hijo de Dios, pueden llevarla a la otra orilla del Lago o a la playa de la eternidad… Nada más. Y, en todo caso, basta con decir: «¡Silencio cállate!», y la tempestad se amansa obediente ante la voz del Verbo. Es como para preocuparse, sí… Pero hay cosas peores.

¡Ojalá bastase, para acallar la tormenta de pecados que zarandea a los hombres, con decir: «¡Silencio cállate!»!… Días enteros exponiendo ante los hombres la Palabra no habían sido suficientes para devolver a su Padre el rebaño. Esto es lo que le importaba a Jesús; esto es lo que tenía su Corazón ahogado en un gemido y vencido hasta el sueño.

Porque el pecado tiene el poder que no poseen todas las tormentas de la Tierra desatadas al unísono: el de enviar al hombre a la Gehenna. Hay mayor mal en una sola infidelidad del corazón humano que en el huracán más poderoso con que pueda verse agitada la Tierra.

La guerra parece muy próxima. Nos acercamos a Jesús pidiendo paz, y hacemos bien, porque Jesús quiere la paz y no la guerra… Pero no nos asombremos si el Crucifijo calla. Quizá gritemos: «¿No te importa que nos hundamos?»… Claro que le importa.

Pero -mira bien al Crucifijo-… Está dormido. Los pecados de los hombres han fatigado tanto su Corazón que se ha dormido en la muerte para redimirlos. Y esos pecados le importan más que todos los horrores de la guerra. Una sola mentira tiene en sí mayor cantidad de mal que todas las armas de destrucción masiva. Una fornicación encierra en su seno más horror que todos los arsenales nucleares. Una falta de caridad supone una amenaza mayor para el hombre que el sufrimiento causado por la metralla. Eso es lo que preocupa a Jesús Crucificado. Nosotros le pedimos paz porque nos asusta el sufrimiento; Él padece porque los hombres pecan y se pierden.

Y cuando Jesús, agitado por nuestros ruegos, despierte y traiga la paz…

¿Despertaremos nosotros y llevaremos la paz a su Corazón? ¿Acallaremos el pecado en agradecimiento a quien acalló la tormenta? Tras la santidad vendría la paz, y esa paz sería para siempre.

Ahora vamos a despertar a Jesús. Vamos a pedirle a su Madre, la Reina de la Paz, que acaricie su Rostro hasta que sus ojos se abran, y que le pida que nos libre de esta guerra… Pero, en adelante, no olvidemos cuál es el peor de los males, aquél que causa todas las guerras, aquél que taladra el Corazón de Cristo.