Dt 18,15-20; Sal 94; 1Co 7,32-35; Mc 1,21-23

El evangelio de Marcos, que leeremos en preferencia este año litúrgico, es paradójico y enigmático. Utiliza con frecuencia una figura de estilo en la que los dos miembros de la contradicción se excluyen de modo absoluto, pero fundándose uno en el otro; como si dijéramos ‘Sol negro’. Quiere dar así al lector un medio de integrar afirmaciones inesperadas o contradictorias, para que descubra cómo la verdad se perfila a través de fuertes tensiones. No es exagerado decirlo, la suya es una cristología de la sorpresa, estructurada intencionalmente para transmitir ese sobresalto a los lectores futuros de su evangelio.

En la sinagoga de Cafarnaún. Jesús entra con sus cuatro nuevos discípulos. Ocupa el centro de la escena. Luego de haberles llamado, lo siguiente es enseñar y exorcizar, como se volverá a repetir en 1,39. Combinación programática. Lo inesperado surge de su toma de palabra. Según el comentario del narrador, la singularidad de esta toma de palabra resalta comparándola con la de los escribas, quienes en la sinagoga están en su lugar como colectividad de enseñantes titulados, intérpretes institucionalmente autorizados de la Ley, que desentrañan según sus tradiciones (7,5). Jesús enseña sin autorización institucional. ¿De dónde viene su autoridad? Para los escribas, de ningún lugar. Más tarde, ya en Jerusalén, será idéntica la pregunta (11,27-28).

Pasma al lector que el narrador no haya dado contenido alguno de esa enseñanza. Mas no se trata de una noticia genérica y convencional, pues esta autoridad vuelve a ponerse de relieve enseguida, tras el exorcismo (1,27). Dos actos de palabra. Del primero, el lector apenas si sabe algo; el segundo responde a una interpelación, y la reacción es eficaz en extremo. Ambos dejan atónitos, espantan a los asistentes, y al final les hace preguntarse no sobre la identidad, sino sobre el acontecimiento: ¿qué es esto? El verdadero debate sobre la identidad de Jesús no se hará con los espíritus, sino con la muchedumbre. Golpeada por lo inesperado, el gentío se interroga.

El espíritu impuro no será —¡faltaría más!— el primer mensajero de la verdad sobre Jesús: le cierra el camino, expulsándolo. Su conocimiento explícito se rechaza a favor de una ruta lenta, la cual pasará por las cuestiones y plazos que impone la aproximación a la verdad. A lo largo del evangelio la comprensión de Jesús será un largo caminar con perpetuas idas y venidas que todo lo ponen en cuestión (maravilloso Camille Focant).

Estando acá, en esta meándrica aproximación a la verdad comenzada con Marcos, de pronto, leemos en la primera carta a los Corintios —¿cómo olvidaríamos que estamos en el año paulino?— su mensaje sobre la virginidad y el celibato De manera sorprendente nos encontramos con el camino de esa elección de vida y de real carnalidad, cuando, siguiendo a Jesús, comenzábamos a preguntarnos sobre su identidad. Pero, al punto, interrogarnos sobre la suya es poner en cuestión nuestra identidad de vida como seguidores de Jesús. Caben muchas posibilidades de seguimiento. ¿Y la suya? ¿Seremos célibes como él, siguiéndole a él? Nadie nos obliga. ¿Mas si, en trato con él y por el reino de Dios, hiciéramos como él y le entregáramos nuestra vida en celibato? ¿Locura? Claro. Deja todo lo que tienes y ven y sígueme. ¿Se puede en la Iglesia entregar nuestro cuerpo, todo eso que somos, nuestra carne, en la virginidad? Contradicción absoluta. Sí, es verdad. Mas ya se da en María, Virgen. Imposible, dicen tantos. ¿Hay algo imposible para Dios? Donación total de la carne.