Heb 12,4-7.11-15; Sal 102; Mc 6,1-6

Nuestra sangre, no; ¿la de Jesús? Nuestra pelea, no; ¿la de Jesús? ¿Llegará? Llegará. Un discípulo no es menos que su maestro. Toma tu cruz y sígueme. Siendo el suyo camino de cruz, ¿el nuestro, no? Tú y yo, ¿no formaremos parte del espectáculo? ¿Se limitará lo nuestro a volver a Jerusalén una vez contemplado? No, si somos de verdad seguidores de Jesús. Si él se ha hecho igual a nosotros en todo menos en el pecado, sólo este puede hacernos diferentes de él. ¿Buscamos la confrontación, el martirio? No, claro. Pero muchas veces hasta hoy se allegaron a gentes, seguidores de Jesús, que tampoco lo querían. ¿Llegará nuestra sangre a ser derramada también? Si fuera el caso, no nos espantemos. La pedagogía de Dios nos enseña y nos lleva. Es muy rara; pero compasiva y misericordiosa. ¿A dónde nos habrá de conducir? Procurad, nos enseña Hebreos, que nadie se quede sin la gracia de Dios.

También el relato del Evangelio de hoy nos deja mustios. La segunda sección del evangelio de Marcos (3,7-6,6a) nos muestra el fracaso de Jesús entre los suyos. La primera (1,14-3,6), puso de relieve su autoridad (1,22.27; 2,10.28). Alcanzado un verdadero éxito popular (1,22.28.32-33.37.45; 2,12), se enquista en creciente hostilidad de escribas y fariseos (2,6-7.16.18.24; 3,2.4), quienes, al final, complotan para hacerle perecer (3,6). En la segunda sección, la actividad de Jesús se presenta como enseñanza en parábolas y gestos de poder —milagros—, pero con reacciones desfavorables de los escribas, de los familiares de Jesús y de sus conciudadanos. No convence, ahora ya. Incluso le piden que se vaya del lugar (5,17).

En la sinagoga de nuevo, como al comienzo del Evangelio. En Nazaret. Será la última vez que Jesús entre en una sinagoga. Toma la palabra con autoridad. Comienza a enseñar. Seguramente, largo. ¿De dónde saca todo esto?, ¿qué sabiduría es esa?, le preguntan —la palabra sabiduría sólo aparece aquí en el evangelio de Marcos—; al lector nada se le cuenta de su contenido; el relator le deja sin sus palabras. Llama la atención el paralelo con 1,22. En ambos casos se da la misma reacción: sorpresa mayúscula. Pregunta asombrada con una doble línea: ¿de dónde lo saca?, ¿quién es? El choque con lo inesperado se convierte para ellos en escándalo. Tienen una imagen de Jesús —el carpintero, el hijo de María, quien podía estar también ella en la sinagoga escuchando— y rechazan reconocer en él a otro de lo que les dice esa imagen admitida. Una cierta ironía del narrador hace que los vecinos se planteen en la sinagoga las preguntas esenciales de lo que llega por Jesús, y los lectores sabemos que el narrador sitúa este origen en Dios y no en Belcebú, como lo hicieron los escribas (3,22). También el lector sabe que es Satán el adversario, opuesto al Espíritu que ha recibido (1,10-13). Desde entonces, los compatriotas de Jesús que no optan por un origen divino, se aproximan a la posición de los escribas, en lugar de reconocerlo, como hace el lector.

Jesús es rebajado por los suyos al nivel social común, del que no puede salir; el lector sabe ya la hostilidad de su grupo familiar (3,21.31-35). Escandalizados porque rehúsan atribuir su sabiduría y su poder a Dios, sino que, al decir de Jesús, la refieren implícitamente a Satán. Resultado de una incredulidad encerrada en sus a prioris: Jesús no puede desplegar ningún acto de poder. Así, se han cerrado al precedente: Tu fe te ha salvado (Camille Focant).