Gé 2,4b-9.15-17; Sal 103; Mc 7,14-23

En el capítulo 2 se nos describen tres encuentros. Del Dios lejanísimo con el polvo de la tierra, que al punto se convierte entre Dios y el hombre. El gran protagonista es Adán —el hombre—, descrito en su primera gran relación, la que tiene con Dios. En el segundo cuadro vemos la plataforma de la tierra en la que el hombre camina, encontrando ante sí otra realidad: la de los animales. El tercer encuentro se da entre iguales, los ojos en los ojos, encuentro sexual también, completo, sereno, la paz y alegría del hombre. Tropezamos aquí con la descripción autobiográfica de todo hombre: se descubre como creatura en la confrontación del infinito; descubre la materia; descubre la mujer, es decir, su semejante.

La nada: ausencia de agua, desierto, es decir, un horrible vacío. Extraño, la tradición sacerdotal del cap. 1 presentaba al agua como la nada. Terrible ambivalencia del agua: espanto de la inmensidad del mar, sacia la sed que a las puertas de la muerte abrasa. La nada: ausencia del hombre. Un mundo triste, porque no está el hombre. Y luego será un mundo dramático, porque está el hombre. El mundo, aglomeración de cosas, se convierte en cosmos, en armonía, cuando está el hombre en él.

El soplo de la vida. Convierte al hombre en ser viviente, pero ser que toma consistencia de la tierra, del polvo. Hombre en hebreo es adam y adama significa tierra. El hombre es corpóreo. Está emparentado con la materia; la tierra es nuestra madre. No somos ángeles gaseosos. Corporeidad, materialidad, carnalidad, finitud. Recibimos de Dios el respiro; cuando uno respira es signo de que está vivo (cf. Prov 20,27). Una lámpara que penetra de más en más en la carne del hombre, llegando a perforar hasta las fronteras de lo inconsciente, iluminándolo todo. En ese soplo encontramos la autoconsciencia, el poder de introspección, el conocerse y juzgarse. Algo que nos hace infinitamente superiores a las colosales realidades del mundo (Sal 8).

El hombre en el jardín. Dios quiere dar al hombre algo que se le asemeje, pero al final veremos cómo este no encuentra todavía ayuda de igual. El hombre debe custodiar y guardar el jardín. El hombre ha entrado en el mundo para vivir la gran aventura de la ciencia. Debe trabajar y custodiar la tierra, organizar el mundo. Poniéndoles nombre, el hombre da la realidad misma a los animales. Mas en el lenguaje bíblico, custodiar y guardar significan también servir a Dios y observar los mandamientos. De ahí que el hombre haya sido puesto en la tierra también para orar; para buscar un misterio ulterior; para buscar la alianza con su Creador.

Hemos visto al hombre que, en la esperanza de su felicidad, se realiza; debemos tenerle delante de nosotros como utopía, como proyecto. El hombre que descubre el infinito, que no pierde el gran don de la autoconsciencia. Hombre trabajador que debe poder transformar la materia; que entra en contacto con el cosmos; que vive la experiencia de su inteligencia, su experiencia manual. El hombre como Dios lo sueña. Pero, gran paradoja, para ser completo —lo veremos a continuación—, el hombre debe tener un amor, sin él, es finito. Singularmente, aunque tenga a su Dios y todas las cosas de este mundo, estará triste sin remedio, desconsolado, descolocado; será un hombre imperfecto.

Ahí se yergue el árbol en mitad del jardín. Dos árboles en realidad. El gran árbol plantado junto al arroyo, siempre tan amado de la Biblia (Gian Franco Ravasi)