Gé 3,1-8; Sal 31; Mc 7,31-37

El pecado original. Nos adentramos en una reflexión que se adentra en el hondón mismo del hombre, ‘adam’, el hombre de todos los tiempos, quien vive la experiencia dramática de su rebelión, del rechazo. Este texto es un gran examen de conciencia que toda la humanidad debe hacer.

El árbol, que está en el centro del cap. 3, es el signo mismo de la vida para los orientales (cf. Ecle 24,12ss.). El árbol de la vida —protagonista de la epopeya de Gilgamesh, que se plantea una cuestión metafísico-antropológica—, desaparece aquí poco a poco, hasta que vuelva sólo al final. El autor yavista tiene otros intereses, y por eso el árbol que está en el centro del jardín es el del conocimiento del bien y del mal. Conocer en la Biblia significa también el acto sexual entre dos personas, además de la actividad de la mente. La experiencia del amor en toda su plenitud: mente y corazón, afectos, sentimientos. Elección voluntaria. Decisión. Capacidad de ser artífice del propio destino.

El árbol del conocimiento es, pues, el árbol de la decisión, de la elección fundamental, de la pasión, de la orientación hacia dos polos extremos: el amejoramiento o el apeoramiento. Sus ramas son nuestras elecciones morales. El árbol, pues, de la libertad. Coger de su fruto es ponerse a sí mismo como árbitro. Dios había puesto el árbol como guía para el hombre en el camino de la vida. La fuente de la moral está ahí, con la palabra divina. Pero el hombre quiere correr el riesgo de decidir cuál es su bien y cuál es su mal, y no recibirlos determinados por Dios. Con esta elección comienza su aventura de hombre; pero también de hombre pecador. Dios no ha querido que el hombre sea como los otros animales, que giran tranquilos en torno al árbol sin tomar posesión de su fruto. El hombre sí quiere ese fruto para él. Y Dios lo ha hecho libre. El pecado original, así, no es algo que se liga sólo a un punto, a un instante, aunque sí a un momento preciso. En este momento, que es el de cada hombre, se repite el pecado de Adán. En este momento, fuera de nosotros y dentro de nosotros, el hombre hace su elección llamando mal al bien y bien al mal.

La serpiente. Una realidad muy precisa, aquella que atraía de modo constante a los israelitas, como la tradición bíblica protesta de continuo, véanse los profetas. Santuarios cananeos —los indígenas de Palestina— en los altos con sus estelas sagradas; componente fálica de la serpiente. El peligro es gravísimo y constante. Prostitución sagrada. El verdadero tentador es el ídolo. Fascinación del mal ante el hombre libre. La serpiente se presenta como sabio. Y tú, nos dice, ¿qué sabiduría escoges?
El tercer protagonista de la escena es el Señor, Dios. Nunca es el juez despiadado. Representado con la imagen del visir. Dios va en busca del hombre. Y en ese momento, el hombre descubre la desnudez. La desnudez es el estado de base —en el divorcio, el hombre despojaba a la mujer, dejándola desnuda—, la radicalidad del hombre sin especificación alguna. Esplendor, grandeza y debilidad del hombre. En paz con Dios, la desnudez no es vergonzosa. Cuando ha elegido la rebelión, el hombre tiene miedo de su desnudez (maravilloso Ravasi).

Jesús mete los dedos en los oídos del sordo y con la saliva le toca la lengua. Y, mirando al cielo, suspira y le dice: Effetá.