Jesús cura un leproso. La primera lectura, donde se prescribe el trato que debía darse a los enfermos de la lepra, según la ley mosaica, puede parecernos muy dura. Era la manera que tenían de evitar el contagio. No se trataba de marginar al enfermo, sino de preservar el bien del pueblo. El leproso, sin embargo, ha pasado a ser imagen de la persona que está fuera de la sociedad. Aún hoy hay leproserías en las que estos enfermos quedan apartados. Todos recordamos el testimonio del padre Damián, en Molokai, viviendo con los leprosos y muriendo él mismo, después de largos años con ellos, de esta misma enfermedad. Y más recientemente, tenemos las leproserías, más de 100, fundadas por un jesuita, el Padre Ruiz, que cuenta que cuando lo invitaron a ir a Macao llevaba cigarrillos para los enfermos y se encontró con que no podían cogerlos porque no tenían ya dedos. El caso es que cuando uno queda separado de la sociedad le es muy difícil conseguir su plenitud personal.

La lepra es también signo del pecado por el cual el cristiano se separa de la Iglesia. Aun inconscientemente, éste deja de participar de los bienes divinos y entra en una fase de autoexclusión de la que no puede salir solo. La relación la encontramos en el salmo de hoy, donde se canta la misericordia de Dios que absuelve las culpas de quien pide perdón con corazón sincero. No siempre somos conscientes de que con el pecado no sólo ofendemos a Dios y nos separamos de Él sino que también se da una ruptura con nuestros hermanos. En cualquier caso, aunque no siempre sean evidentes las consecuencias de nuestras malas acciones, está claro que nos dificultan el amor al prójimo e impiden que nos donemos totalmente.

Cuando Jesús cura al leproso nos muestra su amor por la persona concreta. Ese interés es también el de la Iglesia. Sana al enfermo y le pide que se presente al sacerdote para certificar su curación. Así nos recuerda que todas las disposiciones se dan en bien del hombre. Jesús, que devuelve la salud, no separa esa experiencia de la vida de la comunidad. Por eso nos enseña también que todo el bien hay que hacerlo en comunión con la Iglesia. Hace siglos dijo san Gregorio Magno: “Tanto los predicadores del Señor como los fieles deben estar en la Iglesia de tal manera que compadezcan al prójimo con caridad; pero sin separarse de la vía del Señor por una falsa compasión”.

En la historia hay tristes ejemplos de personas que, queriendo hacer el bien, se han apartado de la Iglesia por una falsa compasión. A la larga, esas iniciativas han mostrado sus limitaciones y, no pocas veces, han sido contraproducentes. La verdadera caridad brota del Corazón de Jesús y no podemos ejercerla si no estamos muy unidos a Él por la Iglesia, que es su cuerpo. De ahí el testimonio de san Pablo: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo.