Jl 2, 12-18; Sal 50, 3-6.12-17; 2Co 5, 20-6,2; Mateo 6, 1-6.16-18

La Cuaresma empieza hoy, que es día de ayuno y abstinencia. Es muy probable que una de las prácticas cuaresmales más difíciles de entender y cumplir sea la del ayuno. De hecho, el mandato de abstinencia de carne durante todos los viernes del año, si bien es sustituible fuera del tiempo cuaresmal por otra práctica de piedad, es desconocido por muchas personas. Por eso es bueno que digamos alguna cosa sobre el ayuno y la abstinencia.

Jesús mostró la bondad de esa práctica ayunando cuarenta días en el desierto. Y además dijo, refiriéndose al demonio mudo, que sólo se combate con el ayuno y la oración.

Algunos padres de la Iglesia, al hablar del ayuno, lo contraponen al pecado de Adán y Eva, que dicen fue de gula. Con esa imagen nos muestran que es bueno saber prescindir de cosas para moderar el deseo y estar prontos para cumplir la ley de Dios.

El exceso en el comer y en el beber embota la inteligencia, y dificulta la vida espiritual. Puede ser causa de otros pecados. Aunque santo Tomás dice que es muy difícil llegar a pecar mortalmente de gula, todos sabemos que la dependencia de la comida es un lastre que hay que vigilar.

Algunos consideran que la gula sólo es exceso de comida, pero no es así. Comer caprichosamente, o ser sibarita, buscar sólo platos especiales o muy caros, al igual que el desorden, forman parte de la constelación de esta clase de pecados.

La importancia del ayuno no reside en sí misma, sino en que dispone nuestro espíritu para estar más atento a Dios, y ser así capaces de responderle con mayor prontitud y generosidad. No basta la moderación en el comer, sino que es necesaria la intención. Los Padres de la Iglesia señalan que el ayuno ayuda a la oración.

Esta ascesis nos mueve a desaficionarnos de los bienes terrenos y a ser más sensibles a los dones espirituales.

Hay quien considera que es una tontería abstenerse de carne cuando hay otras cosas más caras o que le gustan más. En ese caso, lo que sería un acto de soberbia es desobedecer a la Iglesia. Ésta nos marca unos mínimos, que realizan la función de recordatorio, pero a cada uno, sólo o con ayuda de su director espiritual, le corresponde ver hasta dónde debe llevar su penitencia. Los excesos no son signo de mayor santidad. A veces, por el contrario, muestran una falta de prudencia que no es querida por Dios.

Al unirnos a las prácticas de la Iglesia, vivimos la comunión con ella y, por lo mismo, participamos de sus bienes espirituales.