Is 58,1-9ª; Salm 50,3-19; Mateo 9,14-15

Benedicto XVI en el mensaje para la Cuaresma de este año nos recuerda el “Ayuno para ser amigos de Dios y para estar atentos a las personas necesitadas”. Al señalar ese doble aspecto de una misma realidad centra totalmente el sentido de la privación voluntaria de alimento. Los discípulos de Juan preguntan por el sentido del ayuno. Su pregunta, en principio, podemos entenderla como bien intencionada. Dicen: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?”. Se preguntan por el sentido de una práctica que saben buena pero que no acaban de integrar totalmente en su vida. Su ayuno es como una pregunta sin respuesta.

En la contestación del Señor todo queda claro. Mientras se está con el Señor no es necesario ayunar. Jesús, con esas palabras indica que la práctica penitencial tiene un fin bien determinado: vaciar el corazón de todo lo que le sobra para poder estar con Dios. La moderación de los deseos, lo sabemos por experiencia, nos dispone mejor para el Señor al tiempo que despierta nuestra atención por los necesitados. De hecho, el ayuno nos prepara para el amor, que plenamente se da en Dios y al que nosotros vamos accediendo mediante el servicio al prójimo que pasa necesidad. No ayunamos porque sí ni para demostrarnos nada a nosotros mismos ni mucho menos a Dios. El motivo es el Señor y, por ello, el ayuno voluntario no va unido a la tristeza, aunque sí al sacrificio.

Cuando el novio no está, es cuando corremos el peligro de olvidarnos de Él, y entonces nuestro corazón puede llenarse con muchos sustitutos innecesarios. Entonces la renuncia pasa a ser memoria activa de Aquel a quien más deseamos. Nuestro corazón lo quiere a Él y a veces se ve engañado por otras cosas. De ahí el ayuno.

Los santos padres vieron desde el principio que el ayuno debía ir unido a la oración y a la atención hacia los pobres. De hecho fomenta la limosna, porque aprendiendo a moderar nuestros deseos empezamos también a querer compartir nuestros bienes con los demás. No es, por tanto, un problema alimenticio, sino una disposición total de nosotros mismos. Al incrementar nuestra amistad con el Señor también nos es más fácil reconocer a Jesucristo en quien sufre y podemos acercarnos a Él para intentar mitigar sus sufrimientos.

La Virgen María dispuso toda su vida de cara a Jesucristo y se asoció a su obra redentora. El amor que la unía al Corazón de su Hijo se prolongaba en un amor hacia todos los hombres. Por ese amor renunció a todo y aceptó cualquier privación que fuera necesaria. Cuando la vemos en el Calvario, haciendo ofrenda del que nació de sus entrañas, descubrimos en ella a la Madre que puede hacernos comprender la importancia del ayuno para amar a Dios y a nuestros hermanos.