Lo de llevar auriculares siempre me había parecido una horterada. Algunos los llevan tan alto que en el metro vas oyendo las distintas músicas de los cinco que llevas alrededor. Los miraba con cierto desprecio. ¡Ah, la vida cambia! Ahora tengo que darme largos paseos y soy yo el que escucho música, oigo una conferencia grabada e incluso llevo el rosario rezado por Juan Pablo II. Soy incapaz de llevarlos en el metro o en zonas habitadas, pero los llevo. Cuando llevas los cascos y te encuentras con alguien (y no te acuerdas de quitártelos), el otro acaba gritándote y tú gritándole él. Con el tiempo tendremos una generación de sordos importante. En otros paseos prefiero escuchar el silencio, dejar que lleguen a mis oídos el movimiento de una lagartija, el canto de los pájaros, el silbido del viento y todas esas cursilerías. Si vas con otro no se te ocurre hablar gritando, incluso a veces tenemos problemas para escucharnos pues hablamos demasiado bajo. Esa es la diferencia, a unos les gritas y no te oyen, oros no te oyen porque susurras.
“Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: – «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»” No me imagino que fuese una voz atronadora, de esas que dan miedo. Estaba hablando un Padre de su Hijo y seguro que lo hacía con todo el cariño. Le estaba hablando a los amigos de su Hijo y les decía ese imperativo que nace del amor, de lo que realmente les vendrá bien, les hará felices, les llenará el corazón. No es un imperativo del que se impone desde el miedo o la amenaza, sino desde el amor. Por eso si tenemos los auriculares puestos de nuestro egoísmo, de la soberbia, de la vanidad o de la vanagloria tal vez no escuchemos esa voz de Dios, o nos la tomemos como una amenaza arbitraria frente a la que nos rebelamos.
“Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: – «¡Abrahán, Abrahán!» Él contestó: – «Aquí me tienes.» El ángel le ordenó: – «No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.»” Aquí el ángel del Señor si que tiene que gritar. Dios grita en muy pocas ocasiones, nos dijo todo lo que tenía que decir en su Hijo Jesucristo y la gracia nos abre el oído para escuchar. Pero a veces el hombre se desquicia. Abrahán creía que Dios le mandaba sacrificar a su hijo como los dioses de los pueblos vecinos. Su Dios, el Dios de las promesas se había vuelto un sanguinario. Pero Dios le grita para que detenga su mano y conozca al Dios de las bendiciones, al Dios que dice bien de nosotros. A veces Dios grita, cuando el hombre se levanta contra el propio hombre, asesina niños y ancianos, deja a otros morir de hambre, lo utiliza y lo explota. Entonces Dios grita y el hombre, más sordo todavía, le grita a Dios preguntándole ¿Dónde estás?., algunos desde la impotencia, otros desde la prepotencia. Pero el todopoderoso es Dios y es él el que tiene la última palabra y “ si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.
Pidámosle a la Virgen que en este tiempo de Cuaresma nos afine el oído, nos haga rezar más y mejor, escuchar la Palabra de Dios en la Iglesia, alabar a Dios y bendecirle y así en los días del triduo pascual oigamos el fuerte grito de Jesús en la Cruz y después el susurro de la piedra del sepulcro abriéndose para mostrar a Cristo resucitado.