Es, desde luego, el santo del silencio. No dice ni mú en todo el Evangelio. Aunque sea mucho suponer, yo lo imagino como un hombre de pocas palabras, de sonrisa fácil y de piedad recia. Y así, clavadito como está en mitad de la Cuaresma, nos recuerda el valor insustituible que, para la oración, tiene el recogimiento. Las muchas palabras fatigan el cuerpo y dejan árida el alma. Sin embargo, el silencio, cuando se llena de Dios, abre puertas y ventanas al diálogo fecundo con el Señor. El verdadero silencio, el silencio de José, equivale a escucha atenta y receptiva: no hay otra forma de conocer la Voluntad de Dios sobre la propia existencia.

Es, también, el santo de la obediencia. Por tres veces le revela Dios su Voluntad, y por tres veces, sin decir palabra ni dudar un punto, José obedece al instante. Una vez -la primera, a la que hoy se refiere el Evangelio- «se despertó», y las otras dos «se levantó»: «se levantó, tomó al Niño y a su Madre de noche y huyó a Egipto» (Mt 2, 14); «se levantó, tomó consigo al Niño y a su Madre y entró en tierra de Israel» (Mt 2, 21). No es mal modo de obedecer: uno se despierta primero, azuzado por la voz de Dios; y luego se levanta con Jesús y María para convertir la obediencia en lance de Amor. Cuando obedeces, nunca vas solo. Te quedas solo cuando haces tu propia voluntad.

Es, además, el santo de los asombros. Si los quisiera enumerar uno por uno, no tendría folio -aunque no sería un mal motivo para un libro: «Los asombros de San José»-. Te citaré algunos, como ejemplo: el asombro de un varón de Dios al conocer a la joven María y vislumbrar en sus ojos la claridad de un alma inmaculada; el asombro de un israelita al recibir el anuncio de su misión como custodio del Mesías; el asombro de una criatura que tiene en brazos a su Creador suplicándole con la mirada que le enseñe a hablar, a caminar, a vestirse…; el asombro de un trabajador que tiene como Aprendiz al Hacedor de la tierra y de los astros… Repito que podríamos llenar de asombros todo un libro, pero basten estos ejemplos para sacudir el alma de tantos cristianos del siglo XXI que ya no se asombran de las maravillas de Dios. Basten para denunciar la tibieza de las almas que comulgan sin temblar. Basten para poner en evidencia la frialdad de quienes pasan por delante de un Sagrario y apenas se enteran.

Es -cómo no iba a serlo- el santo de la devoción a la Virgen. Fue el primero en enamorarse de Ella, el primero en rendirse a sus pies, el primero en venerarla como Madre de Dios… Fue su custodio, su protector y su esposo. Es de los pocos hombres que conocen un secreto que a mí me abrasa el alma: él sabe cómo son los ojos de la Virgen. Si María nos lleva a Jesús, José nos lleva a María. Yo creo que se pasa la eternidad señalándola y diciéndonos: «¿verdad que es hermosa? ¿verdad que es buena? ¿verdad que es limpia? ¿verdad que es dulce? ¿verdad que es fuerte?»… Luego se pone en pie, y dice: «¡Es mi Esposa!»