Era una discusión «de academia»… Pero a aquellos escribas les gustaban las discusiones «de academia»; se entretenían con ellas. De todos los mandamientos que pueblan la Torah y de los miles de preceptos en que los estudiosos habían desglosado la Ley de Dios… ¿Cuál era el más importante? Probablemente, llevaban decenas de años discutiendo sobre lo mismo sin llegar a una conclusión definitiva. Y aquel escriba, que quizá había pasado las noches en vela cavilando para tratar de dar a sus alumnos la respuesta, habiendo oído hablar de la Sabiduría del Rabbí de Nazareth, se acercó para formularle la pregunta.

Jesús no se esforzó demasiado. Simplemente, deshizo la madeja y citó a Moisés tal cual estaba escrito en el Pentateuco, libre del ornamento de los legistas: «El primero es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor»»… Nosotros lo hemos traducido al español del catecismo diciendo: «Amarás a Dios sobre todas las cosas», pero la traducción deja mucho que desear. Tal y como ahora lo pronuncia Jesús -según estaba escrito en el Deuteronomio- el imperativo descarga su fuerza en otro verbo: «El primero es: «Escucha»»…

«El primero es: «Escucha»»… ¡Si es que no paras de hablar! Llegas a la presencia de Dios, y sólo sabes hacer dos cosas: o abrumar el Cielo con tus palabras, con tus peticiones, con tus súplicas y ruegos… O callarte y decidir que te aburres. Entiéndeme: no digo que hagas mal en hablar. Tienes mucho que pedir, y debes pedirlo. ¿A quién se lo vas a pedir, sino a Dios? Tampoco le resto mérito al esfuerzo que te supone permanecer en oración durante los tiempos de sequedad. Mil veces mejor es quedarse junto a Dios y aburrirse que retirarse de su presencia. Pero… ¿cuántas veces has acudido a la presencia de Dios para escucharlo?

«El primero es: «Escucha»»… ¡Claro que Dios habla, y habla para ti! Tiene hoy para tu alma una Palabra que no tiene para nadie más. Y, si no la escuchas, nadie la escuchará por ti. Tan sólo tienes que situarte delante del Sagrario, o cerrar la puerta de tu habitación (apaga la tele, por favor). Guarda primer unos minutos de silencio, hasta que se apague el ruido exterior e interior (ya sabes, preocupaciones, fantasías, recuerdos, naderías, bobadas…). Después abre la escritura, quizá por las lecturas de la Misa de hoy, y no quieras extraer conclusiones… Simplemente, escucha. Escucha y deja que esas palabras vayan iluminando tu vida, sacando a la luz tus tinieblas y señalando el camino por el que Dios quiere llevarte… ¿Lo ves? Dios quería hablarte, y tú, con tantas cosas encima, no lo escuchabas.

«Yo soy el Señor Dios tuyo: escucha mi voz»… Lo vas a repetir hoy en el Salmo Responsorial. Encomiéndate a la Virgen, en cuyo Seno la Palabra se hizo carne, y deja que, en tu alma, la Palabra de Dios, escuchada con cariño, se haga Vida, y Vida Eterna.