A muchas almas les cuesta trabajo encontrar el reclinatorio del publicano. No encuentran, en su vida diaria, grandes pecados, y les parecería forzado o postizo el adoptar la actitud de un idólatra, un adúltero o un ladrón arrepentido. Les es más fácil encontrar el primer banco, el del fariseo, y permanecer de pie junto a él dando gracias a Dios: «porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano»… Para esas almas escribo hoy, y ojalá pudiese, con mis pobres palabras, mostrarles dónde se encuentra «ese publicano», que quizá todavía no ha aprendido a ponerse de rodillas.

Vuelve atrás en tu vida, y recuerda los primeros movimientos del egoísmo, los primeros embates de la avaricia, los primeros empujones de la lujuria y la sensualidad, los primeros brotes incontrolados de la ira. En su Misericordia, Dios te salió al paso y te libró de las dentelladas más fuertes de todos aquellos pecados. Y ahora, si no mantienes los ojos abiertos y no guardas vivo en tu memoria el recuerdo de las maravillas del Señor, puedes caer en la peor de las tentaciones: la de creer que fuiste tú quien venció y acabar como uno de aquellos personajes del Evangelio «que teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás».

Por eso, supón, por un momento, que Dios no hubiese entrado en tu vida… ¿Quién habrías llegado a ser? ¿A dónde te habrían conducido el egoísmo, la avaricia, la lujuria, la sensualidad, la ira…? No tengas miedo y contémplate a ti mismo en ese estado en que te hallarías si la mano del Señor no se hubiese cruzado en tu camino. Puede que, al hacerlo, te asustes; puede que te sientas tentado de cerrar los ojos y no seguir contemplando ese cuadro… No los cierres, porque acabas de encontrar al publicano. Sitúate en ese reclinatorio, arrodíllate allí, y llévate la mano al pecho: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

Ése eres tú. Lo demás que hay en tu vida lo ha puesto Dios, pero debajo de sus misericordias se encuentra el publicano que se precipitaba en el Infierno abandonado en manos de sus culpas. San Pablo lo llama «el hombre viejo», y así lo llamaremos también nosotros cuando llegue la Pascua. Pero ahora, mientras la Cuaresma cruza sus caminos de penitencia, debemos saber que ese publicano sigue vivo en el fondo del alma y tenemos que ponerlo de rodillas. Ante todo, no debemos permitir que se levante y ocupe el lugar del fariseo, olvidándose de sus culpas pasadas. Por eso, vamos a trasladarnos a su reclinatorio, vamos a bajar con él la vista y a tocar el suelo con las rodillas mientras imploramos misericordia… Será ese publicano arrepentido, y no el fariseo, quien reciba la caricia de Jesús Crucificado, porque su alma es la del Buen Ladrón. Y será él quien experimente la cercanía de la Virgen, al pie de la Cruz de su Hijo, y la sienta como Madre y Refugio de los pecadores. Por tanto… ¡Deprisa, al último banco del templo del alma!