Ex 32,7-14; Sal 105; Jn 5, 31-47

Sorprende, y mucho, que Moisés deba bajar del monte a prisa y corriendo, dejando sólo al Señor su Dios, porque su pueblo, aburrido de tanto aguardar, se ha hecho un becerro de oro y lo adora en procesiones y bajadas de cerviz, mientras grita: este es tu dios, quien te sacó de Egipto. Saben a la perfección que no es así, tienen amplia experiencia de ello, pero ni soportan ni quieren aguantar la voluntad libre de su Dios. Prefieren construirse uno a su medida y voluntad. Total, ¿no es lo mismo? ¿No hacemos todas las procesiones requeridas y nos postramos todas las veces necesarias? Así, además, no tenemos que depender de un Dios, sí, el de verdad, pero tan lejano, tan raro, tan seguidor de sus caminos y voluntades, siempre confusas, siempre a su gusto, nunca al nuestro, nunca a nuestra conveniencia. ¡Vale ya! Nos construimos un placebo, y ya está. El resultado es el mismo. Las mismas procesiones. Los mismos rituales. Las mismas sentimentalidades. Y, ahora, podemos ver a nuestro dios: ahí lo tenemos, bien orondo, al alcance de nuestra mano. Además, ese Moisés, ya está bien de él. Nos ha conducido siempre por sendas escabrosas. A contramano. Nunca hemos podido ir por anchas y cómodas carreteras. Preparemos, pues, nuestros caminos para nuestro dios. Fuera con Moisés y con las patrañas engañadoras que él nos cuela una y otra vez. Ahora estaremos seguros. La expectativa, así, se nos convierte en realidad tangible. Vale ya de brumosas esperanzas que nunca llegan a cumplirse. Vale ya de tantas mandangas.

Acuérdate de nosotros, dice el salmo, pero ¿cómo, si siempre se ha olvidado de nosotros en nuestro actuar pie a tierra para llevarnos a lo alto de extraños montes? ¡Vale ya!

¿Testimonio? Pero ya está bien, si sólo das testimonio de ti mismo. Nadie que sea importante testimonia de ti. Al contrario, todos te tienen por peligroso en extremo. Tus obras, dices, dan testimonio de ti. Bah, las obras de un alumbrado, de uno que te dice al oído: soy como Dios. Un loco peligroso que nos va a poner a todos en situación de enorme peligro. ¿Que tu Padre da testimonio de ti? Sí, claro, las Escrituras todas hablaban de ti antes de que tuviéramos la mala suerte de que nacieras. Claro, y me lo creo. Seguro. Y para colmo, nos insulta con procacidad. Dice que nunca hemos escuchado la voz de Dios. ¡Será cara! Nosotros, que hacemos procesiones y doblamos nuestra cerviz cada vez que nos toca el pífano del poder. Sin vacilación. Adorando a nuestro dios, como nuestro padres abajo del monte. Que no hemos visto su semblante, nos insulta. Pero ¿cómo, si lo tenemos ahí, a la mano, capaz de responder a todas nuestras preguntas? Garantizándolas, además, según nuestra conveniencia. Ya ves, un dios que nos sirve para algo, no como ese Padre que tú haces tuyo. Como si los demás no existiéramos. Una verdadera vergüenza. No puede ser. Todos contra él, que si no acabará desbaratando lo que tanto nos ha costado construir. Qué impertinencia, decir que las Escrituras hablan todo el tiempo de él; de ese puñetero que nos está trastocando todo. Semejante creído. Soberbio. Quien nos achucha una y otra vez diciéndonos que no buscamos la gloria de Dios sino la nuestra. Y nos lo dice a nosotros, que pasamos el día entero dedicándonos a procesiones, ofrendas, postraciones, todas las que el pífano del poder nos señale. ¡Pues quién se ha creído que es!