Sab 2,1a.12-22; Sal 33; Ju 7,1-2.10.25-30

¿Quién era Jesús para que intentaran matarle con tanto ahínco? ¿Quién es Jesús para que intentemos deshacernos de él con tanto denuedo?

Porque, es curioso, el Señor está cerca de los atribulados. Es pura misericordia. El Señor perdona, no condena, busca que nos convirtamos. Siempre. El Señor es nuestro Salvador y nuestro Garante. ¿Dónde, pues, ese afán en matarle? La muerte del inocente. Desde Abel lo sabemos. La muerte del cordero de Dios. Porque hemos virado hacia los ídolos. A estos sí, a los ídolos los adoramos, nos postramos ante ellos. Los construimos con nuestras manos, con nuestras ideologías, y luego, al punto, languidecemos ante ellos al toque de los pífanos y tamboriles de los poderosos.

Asombra la libertad de Jesús. Mirad, habla abiertamente. No le importan las consecuencias. Sabe muy bien cuáles serán, pero las asume con entera libertad. Busca hacer la voluntad de su Padre. Lo demás, no importa. Llegarán, lo sabe. Adelanta a sus discípulos con frecuencia lo que estos ni entienden ni quieren saber: pasión, cruz, resurrección.
¿Quién es Jesús? ¿Cómo puede seguir siendo compasivo con nosotros? ¿Sólo con nosotros? ¿Compasivo y misericordioso con todos, por encima de cualquier eventualidad, pase lo que pase, seamos quienes seamos, aunque nos mofemos de él, aunque lo olvidemos, aunque lo despreciemos? ¿Qué tienes, Jesús, que no me abandonas? ¿Quién eres, dime quién eres?
Eres el que van a matar, pero parece no importarte. Sigues impertérrito tu camino. ¿Serás un filósofo estoico, un cínico, que todo te importa un bledo, porque pasas de todo? Sería una explicación. No salvadora, de cierto, pero podríamos entender algo de ti. ¿Quién eres, dime quién eres?

¿Eres el Señor? Pero ¿cómo? El Señor sólo es Dios en su poder y su gloria. La primera lectura, en negativo, nos da el perfil de quien era el que había de venir. El justo, por eso nosotros, al verle, creíamos que nos achacaba lo que somos. ¿Cómo soportaríamos la vista del justo? Su sola presencia nos incita al odio, pues nos hace ver quienes somos en la verdad de nuestro ser. Diremos lo que nos guste o convenga de nosotros mismos, pero sólo su presencia nos hace transparente lo que de verdad somos. Bueno, comprobaremos si se mantiene hasta el final y sus piernas no flaquean cuando se acerque el momento de su muerte. Ya le auxiliará Dios, el que dice su Dios, al que llama Padre, en ese trance último. Dice que alguien se ocupa de él, pues bien, ya lo veremos. ¿Será, como nos dice la lectura de la Sabiduría, que no conocemos los secretos de Dios, que nada sabemos del Justo? ¿Quién eres, dime quién eres?

Sabemos todo de Jesús, excepto, al parecer, una cosa, la única decisiva. No viene por su cuenta, sino que es enviado por quien es veraz. Si viniera por su cuenta, ¿qué diferencia habría entre él y yo? Apenas si una pizca; su moralina sería más limpia que la mía, podría extrañar que se comportara mejor que yo. Algo mejor, quizá. Pero ¿es eso?

¿Qué significa lo de que es enviado por quien es veraz? Hemos visto tantos enviados, mandados a toque de pífano y tamboril por los poderosos. Quieren comernos el coco y que agachemos la cerviz; enviados peores que nosotros mismos, mandatarios de la mentira, aventados hacia nosotros por las meras ideologías, con extrema sutileza para lograr lo que quieren. Apoyándose en nuestra briznas de esperanza para hacerse definitivamente con nosotros. ¿Lo lograrán? ¿Quién eres, dime quién eres?