Dan 13,1-9.15-17.19-30.33-62; Sal 22; Ju 8,1-11

La historia de Susana es una preciosidad. Por su medio comprendemos que el Señor nunca abandona a los suyos. Aunque el cerco se hubiera cerrado de modo tan seguro: dos testigos falsos —se requerían dos testigos— y ambos jueces de Israel. Una mujer hermosa y casta, condenada por la lascivia insatisfecha de dos viejo verdes que la quieren poseer al unísono. Maravillas de comprensión de esta historieta. Mas nos interesa su final. La asamblea, que estuvo a punto de ser engañada, se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él.

Jesús se encuentra frente a la mujer (judía) sorprendida en flagrante adulterio. Condenada, pues, a muerte por la sagrada ley. ¡Si llega a ser hombre, nada! Caso claro para todos. Como en el suceso de Susana. Pero ahora más, pues esta mujer no ha sido casta y no va a ser condenada con engaño y alevosía. Todo ahora es perfectamente claro.

Jesús es hombre orante; ama el retiro. Pero se presenta de nuevo en el templo. Todos acudían a él para escucharle. Letrados y fariseos encuentran, por fin, ocasión propicia para hacerse con él, comprometiéndole sea ante la ley, por aceptar que no se cumpla, sea antes los suyos, por su falta de piedad: la mujer adúltera. Jesús, sentado —enseñaba sentado—, se inclina y escribe con el dedo en el suelo. ¿Qué? Cada uno es libre de interpretarlo como pueda. Así lo hicieron los que buscaban acabar con él, con la atracción de quienes le escuchaban. Como insisten, incorporándose les dice esas palabras luminosas y geniales: el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.

Llama la atención que sus enemigos no le espeten a Jesús: nosotros somos sin pecado. ¿No se atreven? ¿Esa escritura en el polvo les ha tocado en su corazón? ¿Comprenden ante las palabras del juicio de Jesús que las gentes no van a aceptar una respuesta como la de nosotros sí que somos sin pecado? ¿Es obvio para todos que sí lo son? ¿Son las palabras de Jesús las que tocan sus adentros más íntimos? No lo sé. Jesús, inclinándose, sigue escribiendo. Entonces comienza el largo desenlace, con largura de más de un tercio del pasaje entero. Las palabras de Jesús han entrado en los oídos de quienes querían pillarle y se fueron escabullendo uno a uno. ¿Será que bien sabían los unos los pecados de los otros, que todo lo suyo no era sino fachada ideológica de cumplidores de las externalidades de la ley? Empezando por los más viejos. ¿Ha tocado Jesús sus corazones? ¿Por qué no dijeron lo obvio: muerte para ella como dice la ley de nuestros padres?

La escena queda enfocada en dos personajes: Jesús y la pecadora. Ni muchedumbre ni preguntantes. Nadie. Sólo ellos dos. Magnífica composición pictórica: quedó sólo Jesús sentado y la mujer en medio, de pie. ¿En medio de quién, pues ya no hay nadie? Se incorporó Jesús —todo el tiempo sentado, sólo por dos veces se agacha para escribir en el polvo del suelo— y le preguntó. Sublime inteligencia de Jesús al no curiosear por su pecado —obvio, cogida infraganti. Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado? Ninguno, dice, añadiendo Señor, esa fórmula tan fuerte para los judíos. Tampoco yo. Y expresa la misericordia entrañable de su perdón, benignidad recatada, nada hiriente, siempre humana hasta la raíz; raíz de Dios. Anda, y en adelante no peques más. Palabras emocionantes.

¿Quién eres, Señor, dime quién eres?