Gé 17,3-9; Sal 104; Ju 8,51-59

Jesús sigue con lo suyo: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir eternamente. No sólo la libertad y la verdad, sino también la vida. Se nos da una persona, y consigue para nosotros todo lo que nos hace personas. Personas como él. Hijos del mismo Padre. Pero los enemigos judíos al punto comprenden lo que no va en esas palabras de Jesús. Hasta Abrahán, de cuyo linaje ellos se glorían de ser, murió, así como los profetas, ¿cómo, pues, viene este ahora a contarnos esos cuentos del no morir? Comprended, esos judíos no pueden entender; el lenguaje de Jesús lo tienen por desabrida locura: ¿por quién te tienes?
Abrahán es el padre de una gran muchedumbre. Pueblos y reyes salieron de él. Dios hizo pacto con él y sus descendientes para siempre, y prueba de ello la tierra prometida que les regaló en posesión perpetua. Las cosas están claras. Los judíos tenían en qué gloriarse. Porque Dios cumplirá siempre su pacto. No hay más que explicar. Todo está dicho. Será su Dios para siempre, si guardan su alianza, ellos y sus descendientes.

Y el Señor no olvida, nos dice el salmo, se acuerda de su alianza por siempre. Bien nítidas están las cosas. No hay más qué añadir. Y quien diga más, como ese Jesús que ahora se nos plantifica en medio de nosotros, no puede sino ser un falsario. Busca lo más grave que un judío puede pensar: la ruptura de la alianza de Dios con su pueblo. Siembra discordia, siempre muy peligrosa en el equilibrio difícil del pueblo elegido por Dios como su pueblo por siempre.

Jesús, sin embargo, sigue a su rollo. Prosigue con sus palabras, al margen de lo que puedan pensar y sentir esos otros judíos. Él, también judío, no lo olvidemos nunca. Pero tenido por los otros como judío peligroso, chiflado, tocando cosas demasiado serias y sagradas, a más de traidor a los suyos.

Si él se glorifica a sí mismo, de nada le valdría. No se olvide que gloria es palabra decisiva cuando se habla de Dios. La gloria es el signo de su presencia en medio de su pueblo. Su gloria habita en el templo. ¿Qué quiere este hombre?, ¿que se retire de entre nosotros la gloria de Dios? Mas Jesús, machaconamente, sigue hablando de gloria refiriéndola a sí mismo. Y no lo hace en la mera vanagloria de sí, sino que propone a los otros judíos algo escalofriante para sus oídos: quien me glorifica es, precisamente, mi Padre. Con su afán de llamar a Dios mi Padre, como para arrebatárnoslo a nosotros, parece hacerse sólo con él. Como si nosotros, dicen esos judíos, nada tuviéramos que ver con el Dios de la alianza, quien habita en el templo, donde está aposentada su gloria. ¿O es que se hace como Dios mismo?

Abrahán, entonces, saltaba de gozo por ver el día de Jesús, ahora: lo vio y se llenó de alegría. Su alegría resultaba de esta manera regocijo mesiánico, figura de la alegría del NT. ¿Cómo, si ni siquiera tienes cincuenta años? Pura locura la tuya. Pura desfachatez. De verdad os aseguro: antes que Abrahán llegara a la existencia, Yo soy (traducción de Manuel Iglesias). De nuevo, blasfemia suprema. Los otros judíos cogieron piedras para tirárselas.

Empiezo a ver quién eres. Todavía entre nieblas, pero cada vez de modo más claro; la bruma parece querer deshacerse. Es tu relación tan estrecha con Dios, tu Padre, lo que nos muestra quién eres.