Is 42, 1-7; Salm 26, 1-3, 13-14; Juan 12, 1-11

En el inicio de la Semana Santa el evangelio que hoy leemos nos golpea del todo en la cara. Es como una ventada que te sorprende al abrir la puerta, y te coloca ante la realidad sin que tengas tiempo de reaccionar. Sales del sueño, de la comodidad en que te encuentras y, de golpe, se te advierte que sucede algo importante. Ha sido la sensación que he tenido al releer esta escena tan conocida.

María, en un acto desbordante de amor, toma una libra de nardo, material costosísimo (en trescientos denarios lo tasa Judas, el pragmático). Con ese gesto manifiesta su amor a Jesús. Hay un amor que se muestra desbordante pero que, comparado con el que nos va a mostrar Jesús en su pasión, es pequeño. Pero, aunque comparado con el de Dios nos parezca poco, si lo comparamos con el nuestro quedamos en evidencia. María amaba muchísimo al Señor hasta el punto de derrochar un perfume de tan alta calidad. No sólo es el perfume, también está el hecho de lavar los pies y de enjugárselos con su misma cabellera. Porque María, al dar al Señor, se entrega también ella. Es un amor en el que está totalmente comprometida. Quiere amar con todas sus fuerzas y da lo mejor y con ello se da a sí misma.

Pero Judas no entiende nada. Hace el socorrido discurso de los pobres que muchas veces está en la boca de los que no quieren a nadie. Piensa en el dinero porque no entiende el gesto de María. Mentar en ese momento los pobres equivalía a romper la belleza de la escena, a introducir la acritud en medio de la armonía. Judas intenta quebrar la amistad de Jesús con sus amigos y lo hace buscando un argumento que, en principio no admitiría contestación sino que nos dejaría a todos con mal sabor de boca. Es esa ética sin corazón que rasga hasta lo más hermoso.

Jesús no permite el triunfo de Judas. Lo hace por sus amigos y también por nosotros. Siempre habrá pobres y, por tanto, siempre podrá derrocharse, y hay que hacerlo, en ellos. Pero desbordarse en el amor, dándoles, ayudándoles y, sobre todo, amándoles, enjugándoles los pies y secándoselos con la cabellera.

Miro a la mujer de Betania y comprendo un poco mejor como he de vivir estos días sagrados: con generosidad, a los pies de Jesús, uniéndome totalmente a Él y sin regatearle nada. Que al contemplar el Corazón abierto del Salvador se abra también el mío y abandone la mezquindad en la que me encuentro. Todo para Jesús, intentando corresponder a su amor infinito. Mi amor es pequeño pero ante Él puede alcanzar niveles que nunca he soñado. Que esta Semana Santa abra mi corazón y lo conduzca al abismo de su amor.