Ex 12, 1-8.11-14; Salm 115, 12-18; 1Co 11,23-26; Juan 13, 1-15

Refiriéndose al misterio de la Eucaristía, cuya institución recordamos hoy, escribió Igino Giordani: “En esta mesa se anulan las distancias abismales; los dos se sientan en un mismo banco; están, por un instante y en cierto sentido, en un mismo plano; el hombre se diviniza y Dios se humaniza para poderse acercar. Como el sacramento se convierte en nosotros, así nosotros nos convertimos en cuerpo de Cristo.” La sorpresa y emoción que debieron experimentar los apóstoles en el momento en que Jesús tomó el pan y el vino y proclamó que eran su cuerpo y su sangre, las experimentamos nosotros ahora. De hecho, un mínimo de sensibilidad, haría que brotaran en nosotros las lágrimas de alegría, como les ha sucedido a muchos santos.

Sobre el memorial de la pascua judía Jesús instaura una realidad mucho más grande. El punto ya no está en esperar acciones extraordinarias de Dios, que por otra parte pueden darse, sino en que Dios ha decidido establecer una relación permanente con el hombre sentándose a la mesa con él cada día. De esa manera nos es dado recibir continuamente a Jesucristo y permanecer con Él, ya que Él viene a nosotros. Benedicto XVI ha indicado al respecto que esa entrega de Jesús en la Eucaristía nos permite también “implicarnos en la dinámica de su entrega”. La Eucaristía permanece íntimamente unida al sacrificio de la Cruz. La sangre, en la que se transforma el vino, es la misma que se derrama en el calvario por la salvación de todos los hombres. Así, participando de la Eucaristía podemos unirnos también al sacrificio que se ha ofrecido por nuestra salvación. Unidos a Jesucristo nos entregamos con Él. De ahí que la Eucaristía sea la fuente y el motor del obrar cristiano. Este día, en efecto, también la Iglesia subraya la importancia de la caridad.

La transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor nos indican que toda la realidad puede ser transformada. El horizonte de esta transformación es la vida eterna, donde Dios lo será todo en todos. Precisamente por la Eucaristía Dios ya comienza a ser en nosotros, que nos vamos transformando en Él por su presencia íntima en nuestras almas. La transformación íntima nos hace capaces de amar como Jesús nos ha amado. Todo el contexto de la institución va acompañado de palabras que indican el amor extremo de Jesús hacia nosotros. Ese amor hasta el fin, como dice el evangelista, no se refiere sólo a la intensidad del amor de Dios sino también a que nos ama hasta lo más interior de nosotros, renovándonos en lo más profundo. La Eucaristía indica el amor incondicional de Dios por el hombre, pero también como Dios ama el hombre hasta lo más profundo. Por ello la unión sacramental coloca a Jesucristo en el centro de nuestra vida. La comunión nos lo introduce en lo más profundo de nosotros.

A partir de ahí toda nuestra vida consiste en sentarnos alrededor de la misma Mesa que el Señor y levantarnos de ella, como hace Jesús en la Última Cena, para servir a los demás. Nos sentamos como amigos del Señor y nos levantamos para que el amor de esa amistad irradie en los demás por las obras de la caridad. Por eso la Eucaristía garantiza ese renacer continuo de la Iglesia. Somos alimentados por el mismo Amos y gracias a Él podemos amar.