Hch 4, 13-21; Salm 117, 1.14-21; Marcos 16, 9-15

Ayer leí este titular: «Newt Gingrich, una de las figuras más relevantes del partido Republicano estadounidense en las dos últimas décadas, ha sido recibido en la comunión con la Iglesia Católica el pasado 29 de marzo”. En el cuerpo de la noticia se indicaba que son miles los ciudadanos de los Estados Unidos que están integrándose en la iglesia durante los últimos meses. De hecho durante siglos han sido millones las personas que han conocido a Jesucristo y, en su infancia, o de mayores han recibido el bautismo.

Pero la noticia me ha hecho pensar en el Evangelio de hoy, en el que Jesús manda a sus apóstoles que prediquen el Evangelio por todo el mundo. Antes de ese mandato leemos un resumen de las diferentes apariciones de Jesús resucitado. Resulta curioso que, en todas ellas, la persona o personas que dicen haber visto a Jesús, al principio no son creídas por los demás. Sin embargo al final aceptan la Resurrección porque el mismo Señor se les aparece. En esa cadena de manifestaciones, anuncio, incredulidad primera y fe después, parece como si el Señor nos estuviera educando para reconocerle aun sin verle físicamente. También es como si adiestrara a sus apóstoles en el sentido de que no se desanimen si, en un principio, no se acepta su predicación. Al final el Señor se mostrará, hablará al corazón, de sus elegidos.

En la misma dinámica de las apariciones descubrimos que, por una parte, Jesús quiere ser anunciado y, por otra, el se muestra a los destinatarios del anuncio para que crean. De alguna manera eso sigue siendo así en nuestro tiempo. La Iglesia predica, y no podemos dejar de hacerlo, pero también el Señor toca el corazón de las personas. Son esas mociones interiores, la acción de la gracia, las que proporcionan el don de la fe.

Por eso no hemos de dudar del mandato. Es preciso que el evangelio sea anunciado a todos los hombres. Y no tenemos que dudar de la eficacia de la predicación. Dios pide nuestro concurso pero Él sigue actuando. Sin él la actividad de los apóstoles sería estéril. Debemos tenerlo siempre presente.

La Iglesia no deja de pedir por los misioneros. Y los mismos evangelizadores saben que han de sostenerse por la oración. Son instrumentos de la gracia que saben que, si ellos creen, ha sido por un don de Dios. Ese mismo don que hemos recibido y por el que estamos tan agradecidos es el que nos mueve a anunciarlo a los demás. Desde hace dos mil años, personas que han conocido a Jesús Resucitado lo han anunciado a los demás, y esa cadena, no cesa.