Acabo de regresar de Ejercicios Espirituales y la verdad es que sienta bien estar unos cuantos días callado y rezando. He vuelto a la parroquia y todo sigue igual, los fieles vienen a Misa, los infieles no, no hay agua, el techo está en su sitio y el Sagrario tenía su vela encendida. Todo sigue tan igual que creo que hasta yo sigo igual. A pesar de la Pascua, de los Ejercicios y del descanso creo que todavía no me he enamorado demasiado de Dios, sigo poniéndole obstáculos. Y eso que me sigo dando cuenta de lo bueno que es Dios con nosotros, que nos da mucho más de lo que necesitamos, pero seguimos queriendo nuestros caprichos y nos olvidamos de lo fundamental, de lo que realmente cuenta.
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: – «Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: – «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»” ¡Pobre Tomás! Siempre lo ponemos como ejemplo de incredulidad y sin duda debía ser el más valiente de los apóstoles. Todos encerrados por miedo a los judíos y él a hacer la compra. No es culpa de Tomás el no creer, no había recibido el Espíritu Santo y los apóstoles le parecerían un grupo de gallinas asustadas que veían visiones ¿Cómo iba a hacerles caso?. Por eso pone sus condiciones a la fe, a ver al crucificado resucitado (yo creo que aún no creía que era Dios). Y Jesús, que no había dejado que le tocase María Magdalena cumple sus caprichos: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Cuando nos falta la gracia nos volvemos caprichosos, cuando no dejamos que Jesús sea Dios nos volvemos caprichosos, cuando no nos fiamos de la Iglesia nos volvemos caprichosos. Tenemos derecho a ser caprichosos, Jesús nos entiende e incluso, alguna vez, nos concede los caprichos. Pero sólo cuando pensamos que Jesús es el crucificado y no es Dios. Quiero decir que pensamos que Jesús ha hecho algo por nosotros y entonces nuestra preocupación es devolvérselo. Cuando las cosas se nos ponen “cesta arriba” nos es difícil ver que Jesús haya hecho bastante por nosotros. Y entonces queremos que Dios haga las cosas a nuestra manera: “Concédeme la salud” “quítame las tentaciones” “evítame el desprecio” etc. No nos damos cuenta que Jesús es Dios y no nos ha dado algo, lo ha hecho todo nuevo. Y todo es todo: nuestra enfermedad, nuestras tentaciones, los desprecios, incluso nuestras caídas. Cuando uno se da cuenta de eso entonces exclama: «¡Señor mío y Dios mío!», y deja de ser caprichoso ante Dios, que haga lo que Él quiera que será lo mejor.
“En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor.” Esto no es un inicio del comunismo como decían muchos chiripitiflauticos hace unos años. Si lo tenían todo en común era por la conciencia clara de que todo era recibido, no eran dueños de nada pues todo les había sido dado. Vivir en gracia es vivir la gratuidad. De ahí también viene la fraternidad: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a Dios que da el ser ama también al que ha nacido de él.” No porque nos llevemos mejor o peor, sino porque todos hemos recibido el ser hijos gratuitamente y, por lo tanto, hermanos.
Terminamos la octava de Pascua, pero seguimos viviendo de la resurrección de Jesucristo. Hoy es el domingo de la divina misericordia. La víspera de este día Juan Pablo II fue al encuentro del Padre, hace cuatro años fue elegido Benedicto XVI. ¿Vamos a pedirle a Dios más pruebas de su misericordia?. Vamos a dejar los dedos y las manos en su sitio y mirando, con los ojos de María, al resucitado digamos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.”