Hch 9,26-31; Sal 21; 1 Jn 3,18-24; Jn 15,1-8

¿Cuál es, pues, la libertad verdadera que hemos pedido en la oración colecta? Curioso, cuando llega Pablo por primera vez a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero estos le rehuían, porque le tenían miedo. No se fiaban de él; de que también él fuera realmente discípulo del Señor. ¡Con todo lo que había sido!, ¡con lo que habían visto y oído! ¿Quién es libre y quién insufla en ellos la libertad de su acogida? El Espíritu del Señor Jesús. Sin su empuje, su continuo estirar de ellos, no hubieran sido capaces. No se hubieran atrevido. Hubieran perdido a Pablo para siempre. Pero, fiándose, la Iglesia —nótese la mención de Iglesia como conjunción total y unitaria, no como particularidades de cada comunidad eclesial—, se multiplicaba, animada por el Espíritu.

Quizá ellos “en conciencia” hubieran debido rechazar a un Pablo que no les producía más que inseguridades: ¿quién es?, ¿de dónde ha venido?, no es de los nuestros. Pero Dios es mayor que nuestra conciencia, y conoce todo. Ellos y nosotros sólo tenemos una obra, un mandamiento: que creamos en el nombre del Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros. Esa es nuestra fidelidad. Nos dejamos estar en sus manos. El Espíritu del Señor nos ha de llevar y ha de actuar con nosotros y en nosotros. Tal es nuestra verdadera libertad. Ser lo que somos —buscando ser nuestra verdadera naturaleza, a imagen y semejanza del Creador—, dejándonos guiar por él. No sólo guiar, sino también, y sobre todo, dejándonos estirar por su suave mano. Pero ¿es esto libertad?, ¿no es su contrario exacto? No, porque, como aventura el capítulo 8 de Romanos con excelsas palabras, el Espíritu gime en nuestro interior gritando: Abba, Padre. Y esto se nos ha dado en la muerte y resurrección de quien es nuestro Señor. Tal es la verdadera libertad del cristiano. La tuya, la mía.

Porque somos libres, aceptamos con inmenso gozo ser sarmientos de una tal vid, y no ramajos cortados de ella que se secan y no dan fruto, como no sea del fuego que con ellos se hace. Siendo libres, supremamente libres de aceptar ese don inmenso que nos ofrece la vida, nuestro fruto es abundante. Nos susurra Jesús en su inmenso amor por nosotros: porque sin mí no podéis hacer nada. Sin él, sólo ponemos semblante de ser muy libres. Sintiéndonos, quizá, muy machos, como Pedro, el duro: él lo puede todo, por encima de la voluntad de Jesús; un Jesús al que adora, no lo olvidemos. Mas ¿distraeremos el apártate de mí Satanás? Comparadlo con la imagen de las humildes mujeres que seguían a Jesús en su actividad, que lloraron en el camino de la Pasión, que estuvieron junto a la cruz, que fueron testigos primerizos de la resurrección. Amaban apasionadamente a su Señor. El Espíritu de Jesús hizo de unos y de otras sus seguidores en completa libertad, en libertad extrema. Siguieron sus pasos, hasta su muerte, en libertad de amor. Pues el amor había hecho que en ellos surgiera su verdadera naturaleza de seres creados a imagen y semejanza; que en ellos se cumpliera esa profecía del comienzo. El Espíritu del Señor estiro de ellos con suave suasión para donarles su ser pleno. ¡Es el Señor! —grito de aquellos a quienes se les hizo presente Jesús resucitado, el Viviente—: porque gritamos así, henchidos de gozo, alcanzamos el hondón de nuestra libertad. Libertad de amor. Libertad en el amor.