Hch 14,19-28; Sal 144; Jn 14,27-31a

En la resurrección de Jesucristo, acierta una vez más la oración colecta, Dios Padre nos ha engendrado de nuevo. Y nos ha engendrado para que proclamemos la gloria de su reinado. Le alabaremos, pues, y bendeciremos, dándole gracias. Nosotros; pero también todo viviente.

En la resurrección de Jesús se nos ha dado toda alegría. Alegría, no pasajera, sino que participa del gozo eterno. En ella hemos sido renovados. Somos nuevos. Él se ha convertido en el punto hacia el que convergemos. Punto desde el cuál, lo sabemos, con suave suasión estira de nosotros para agregarnos en esa cadena de amor que nos ofrece también a nosotros la resurrección eterna.

Nos da la paz; nos deja la paz. ¿Se va de nosotros? Sí. Desde el comienzo nos lo ha anunciado. Que no tiemble nuestro corazón y se acobarde con su partida. Partida a la muerte en cruz. Pero partida gloriosa en el santo madero de la cruz, pues la muerte y el pecado son vencidos en él por la fuerza de amor de la resurrección. Me voy y vuelvo a vuestro lado. Porque se va al Padre Dios, puede volver a nosotros en aquella suasión de amor. Va a quien es más que él, pues siendo Hijo, va al encuentro del Padre. Un encuentro de amor, del mismo modo que había sido en el comienzo un envío de amor.

Si me amarais os alegrarías de que vaya al Padre. Pues su ida es nuestra entrada en la cadena del amor. Porque su partida podría espantarnos. ¿Cómo de otro modo cuando, tan de lejos, vimos cómo metían en el sepulcro a Jesús muerto y corrían la gran piedra de entrada? Su partida, así, nos habría dejado en la negrura de la muerte y del pecado. Dependientes de todos los poderosos que buscan sumisión adorante. Mas es la partida al seno del Padre de quien es para siempre el Viviente. No un espíritu de sobrenaturalidades gaseosas, sino el mismo Jesús: pero, cómo, ¿no me reconocéis, palpadme, ved mis manos y mis pies? Jesús resucitado en su cuerpo; en su carne. Carne asumida por el Hijo. Carne resucitada que tocamos cuando damos un vaso de agua a uno de estos mis pequeñuelos; cuando celebramos la eucaristía y comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.

Mas, antes de irse, nos advierte: se acerca el Príncipe del mundo. El poderoso que busca nuestra adoración. ¿Cómo es posible? Claro, nosotros vivimos en esperanza esas realidades divinizadoras. Todavía estamos en este mundo que su Príncipe domina. ¡Lo sabemos bien! Él también estira de nosotros para hacernos converger a otros puntos: Mamón y Dinero. Nuestra fragilidad todavía se siente atraída por ellos. Para encadenarnos con otras cadenas que nada tienen que ver con la cadena del amor: las cadenas del dinero, del interés, de la violencia, del sexo, cuando se desaforan, toman nuestra entrañas y destrozan en nosotros el amor que se nos dona en Cristo.

¿Tiene algo de extraño, pues, que Pablo gaste su tiempo en organizar cada Iglesia? Porque no vivimos en la individualidad de una relación excluyente con Dios. Hacerlo así, es disponerlo todo para caer en las atracciones irresistibles del Príncipe de este mundo. Nuestro comportamiento es sacramental. Necesitamos tocar y ser tocados. Tocados por el amor, y tocar con gestos y caricias de amor. Gestos siempre sacramentales. Necesitamos tocar a Jesús y que el nos toque. Tocar a Dios. Ayudarnos unos a otros. Tocarnos unos a otros con la gracia, con el amor, con la paz.