Santos: Domingo de la Calzada, patrono de la construcción; Pancracio, patrono de los pasteleros; Nereo, Aquiles, Dionisio, Casto, Casio, Ciriaco, Baroncio, Tutela, Máximo, Grato, mártires; David Uribe Velasco, sacerdote mártir; Germán, Epifanio, Emilio, Deseado, Modoaldo, obispos; Felipe, confesor; Gemma, virgen; Macario, abad; Remigio, monje; Juana de Portugal y Catalina Páez, virgen, beatas.

La antiquísima devoción que su martirio suscitó en la antigüedad no ha perdido tensión ni fuerza hasta hoy.

Nos queda la pena de no poder recibir sin condiciones lo que nos relatan las actas tardías sobre el martirio de Pancracio. En realidad, plasman al pie de la letra el esquema común una y otra vez relatado. Cuando se inicia el juicio, se relata la primera actitud del juez que adopta un tono paternal, confiando, sin duda, en que el asunto se resuelva por las buenas; incluso se escuchan de su boca promesas llenas de posibilidades para el futuro –justo las que no se le hubieran hecho al muchacho en circunstancias normales, es decir, sin que le hubieran denunciado y hecho preso–. Probablemente, nunca hubieran cumplido ni siquiera en el caso de que la apostasía se hubiera tenido lugar; pero quien escribió las actas quería no solo dejar testimonio del hecho martirial; también intentaba animar al lector y a los posibles oyentes a que se removieran en su interior y mejoraran su vida cristiana con el ejemplo de Pancracio. Ante la negativa firme y resuelta del chico, se pasa a la segunda fase consistente en amenazas expresadas por el juez; a ellas responde Pancracio con una exaltación de fe; se dirá enfáticamente que confía solo en Dios, que le ama sobre todo, y que le premiará en la otra vida lo mismo que en ella castigará a quien le rechaza con pertinacia. Como el juez se ve a sí mismo impotente –y hasta ofendido– por las respuestas, no le queda más remedio que dictar la sentencia condenatoria para salvar su dignidad y quedar libre del más espantoso ridículo.

Hecha esta premisa, se dice que Pancracio había nacido en Synada, ciudad de Frigia; quedó huérfano pronto y se encargó de él un tío por parte de padre que se llamaba Dionisio. Se fueron a Roma y van a encontrar casa junto a la que vivía refugiado el papa Marcelino por la persecución que Diocleciano había levantado contra los discípulos de Jesús. Tan atraídos y hechizados se sintieron los dos extranjeros de la bondad y dulzura de Marcelino que le pidieron el bautismo, asumiendo los riesgos que comportaba en aquellos momentos tan difíciles. Dionisio murió y a los pocos días apresaron a Pancracio, que podía contar unos catorce años más o menos. También murió mártir, con la cabeza cortada.

Tan grande fue el impacto de la muerte del joven Pancracio, martirizado cuando solo se abría a la vida –quizá esa sea la razón de por qué los pasteleros lo eligieron como patrón–, que no hubo reparo para darle culto junto a los celebérrimos mártires Nereo, Aquiles y Flavia Domitila. Su sepulcro de conserva en las catacumbas de la Vía Aurelia de Roma.

Vendrá bien aquí alabar las bondades –reivindicar los derechos– de los jóvenes, porque bien demostrado queda con Pancracio que a los catorce años algunos pueden llegar a la madurez, fidelidad querida y aceptada hasta la muerte. Es equivocación identificar senectud con madurez y juventud con irresponsabilidad. Demuestra la vida que no siempre van de la mano la ancianidad con la entrega; hay casos en los que el viejo está retorcido en sí, lleno de egoísmos, hecho un calculador. Y también la historia testifica la existencia de jóvenes que saben salir de sí, deseosos de volar con ilusiones a estrenar y mirando al mundo de frente; sí, de esa manera que a tanto «sesudo» le da miedo, atreviéndose a llamar a la audacia temeridad, porque hay alguien que se arroja en el brazo de Dios, jugando su vida a una carta, la carta de amor. Rotundamente sí, Pancracio es un aviso al navegante que tiene la manía de llamarse a sí mismo «prudente».