Is 49,1-6; Sal 138; Hch 13,22-26; Lc 1,57-66.80
Precursor, sí. Pero no es siguiéndole a él como alcanzamos la salvación. Esto debe quedar muy claro. Bautismo de conversión, sí. Pero no bautismo que hace descender sobre el bautizado el Espíritu de Dios. Como nos enseña el libro de los Hechos de los apóstoles (19,1-7), sobrevivieron seguidores de Juan que no conocían a Jesús y que no habían recibido el Espíritu. Esto no lo podemos olvidar. Porque quien sigue a Juan, y no al Cordero de Dios que él señaló con su mano, no alcanza la plenitud de la salvación, pues esta se nos da en Cristo, por Cristo y con Cristo. Irá delante del Señor a preparar sus caminos, sí. Pero esos caminos son los caminos de Jesús, y no los de Juan, si es que se queda uno sólo tras él. Porque el bautismo de Jesús no es un bautismo de conversión. No es un bautismo que señala una ascesis de mudanza que, por nuestras fuerzas convertidoras, nos lleva a Dios. El bautismo de Jesús es un bautismo de gracia, que nos incorpora a la vida de Cristo, que nos dona su Espíritu, y que, por eso, es bautismo de convertidos.
Pablo, siempre Pablo —para eso estamos todavía en el año paulino en el que celebramos su segundo milenario—, nos dice cómo Juan señala, pero que nadie se confunda: viene uno detrás de mí, y con él tenéis que iros. Es a él a quien tenéis que seguir, porque es él quien os salva. No mediante el ejemplo de su conversión —él no necesitaba conversión, nosotros, sí—, sino por la fuerza de su gracia que se nos dona en la cruz. Por eso, ¿para qué ayunaremos como los discípulos de Juan mientras el novio está con nosotros? Llegarán días, los días de la cruz. Y a quien nosotros seguimos, como tan bien nos señaló Juan, es al Cordero. Cordero del sacrificio en la cruz. Cordero que derrama su sangre por nosotros.
Qué lejos estamos, pues, de aquella simple conversión que proclamaba el bautismo de Juan. Era señal de lo que buscábamos. Pero no prenda segura de lo que obtenemos. Era labor nuestra. Labor preparatoria de los hijos de Abrahán. Para que se dieran cuenta de lo que se avecinaba, y que tan de sopetón les tomó a ellos, y a nosotros con ellos. Había que preparar los caminos de los que hablaba el profeta Isaías. Pero todavía no hacía sino mostrar con el gesto de la mano quién era el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. Y mucho menos todavía cuáles eran esos caminos. Señalaba, pero aún no expresaba quién era Jesús. Por eso, Juan fue grande. Pero anterior. Profeta, aún, de la Antigua Alianza. Tan cercano ya, que puede señalar la carne de quien es el Cordero. No es un lejano parlador de lo que ha de venir algún día, sino cercano señalador de quien ya ha venido, aunque ni siquiera él comprenda, sin embargo, la grandeza de ese a quien señala. El Señor le hizo señalar. Pero sin saber todavía lo que él mostraba.
Llama la atención este Juan el Bautista que, como otros personajes, están comenzando a salir del AT para adentrarse en el nuevo. Así, el viejo Simeón. Mirad que llega. Mirad que ya ha llegado. Mirad que es este niño que cojo en mis brazos. Mirad que os lo señalo con mi gesto. Ese es, el que está en la fila.