Gn 17,1.9-10.15-22; Sal 127; Mt 8,1-4

La palabra del Señor es eficaz, y no nos da la murga. No va siguiéndonos para, pesadamente, recordarnos lo que no queremos saber; aunque, sí, sabe muy bien esperarnos en una esquina inesperada. Su palabra es única: camina en mi presencia con lealtad. Eso es lo que nos pide, junto a Abrán, que en ese caminar se llamará ahora Abrahán. No parece, dicen los que saben, que haya diferencia entre uno y otro sino dialectal, pero el nuevo nombre suena parecido a “padre de multitud”. Recordemos que para los antiguos —y cuando miramos la imagen que nos suscita pronunciar un nombre amado— el nombre no sólo designa, sino que expresa naturaleza: padre en la fe, tal es Abrahán para multitud de cristianos. Padre de los creyentes incircuncisos a fin de que la justicia de Dios nos fuera imputada, y padre de los circuncisos para que siguieran las huellas de su fe antes de la circuncisión, pues esta fue posterior. Y vio cómo luego, en el momento precisado por el mismo Señor, la promesa se cumplía, aunque, también a él, Dios se le retiró al terminar de hablar. Pero creyó en la promesa, esperando contra toda esperanza, sin haber visto. No cedió a la duda con incredulidad, como nos dice Pablo en Rom 4. Por eso, también a nosotros nos es imputada la fe, a nosotros que creemos en Jesús, resucitado de entre los muertos para nuestra salvación.

Es maravillosa la manera de entrar en la lectura del AT con los ojos del amor a Jesús. Para comprender mejor este amor. Para entender nuestro papel. Papel de fe. Como el de Abrahán. Palabra, que es promesa, mas tras ella Dios se retira. No insiste. Espera para alentar nuestra esperanza. Pero la suya es una retirada de amor, no de abandono. Retirada de libertad. Para que seamos libres en nuestra fe. Dios no nos atosiga. Pero tampoco se aleja de nosotros. Nos alienta con su esperanza en nosotros. Cosa bien curiosa: es él quien primero espera, retirándose, dejando espacio para nuestra fe que, por la esperanza, genera amor.
Carne de amor, porque antes hemos sido carne de esperanza; carne esperadora deberíamos decir si fuera gramaticalmente posible. Incluso, a veces, recomidos por la duda, pero una duda cuajada de esperanza: si quieres, puedes limpiarme, decimos conmocionados como el leproso que se acerca a Jesús y se arrodilla ante él. La suya es una duda esperanzada, cuajada de amor hacia quien, el leproso, y nosotros con él, todo lo confía del Señor, hasta lo imposible, hasta lo que parece absurdo pedir, pues imposible. No importa: si quieres. Son palabras plenas de confianza. Que esperan lo que piden: lo imposible. Que lo imposible se haga posibilidad en nuestra vida. ¿Pedimos lo absurdo? No, pedimos que lo imposible se haga posibilidad nuestra; realidad en nuestra vida. Quedar limpios. Eso es lo que, con el leproso, pedimos al Señor, a nuestro Jesús. Y él nos responde al instante: quiero, queda limpio.

Asombroso juego de la fe, de la confianza absoluta que en él tenemos. Confianza dudosa que, sin embargo, salta por encima de toda duda. Seguridad en que lo pedido se hará realidad. Esperanza en esa realidad que se hace don en nuestro camino: vida junto a Jesús. Y, a su través, vida junto al Padre. Promesa inaudita. Promesa sin sentido en la que nosotros, como Abrahán, nuestro padre en la fe, creemos y esperamos. Promesa de vida eterna que se nos ofrece en la cruz de Cristo.