Hch 12,1-11; Sal 33; 2 Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19

Hoy, san Pablo se despide de nosotros en la celebración de su segundo milenario. Hemos estado con él lo que hemos podido, no mucho, en los correteos de cada día, para que él nos llevara a Jesús, a su Jesucristo, quien se le apareció camino de Damasco y al que ya nunca abandonó por más que arreciaran los palos y los peligros que al final le llevaron al martirio. Nos ha enseñado mucho. Y hemos quedado sorprendidos de que, seguramente por la forma en que le conoció y por su propia idiosincrasia —lo que ha sido para nosotros una bendición—, en nada se preocupó de indagar de las cosas que le habían sucedido a Jesús en su vida, ni de los detalles de su muerte y de su resurrección. Nos llena de pasmo cómo una y otra vez va enseguida a lo que él considera lo esencial: quién es Jesús, la cruz, qué significa su muerte en la cruz, de qué manera nos justifica de nuestros pecados por su sangre, la forma de su ser, cómo es nuestra vida con él, cómo por el bautismo morimos con él para resucitar con él, del Espíritu en nosotros. De la vida de Dios en nosotros. Nos transmite y nos regala para que la hagamos nuestra esa experiencia de luz que él vivió en su caída: luz de Jesucristo resucitado. Todavía vivimos de la impresión de las primeras palabras suyas, que son además las primeras palabras del NT y que encontramos en 1 Ts 1: Pablo —esa es la primera palabra cronológica—, la Iglesia, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo, y al punto se inventa al pasar esa tríada que se nos da ya para siempre: fe, caridad, esperanza, tal como vienen en el orden que les da la torrentera de su hablar. Se despide de nosotros: he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Sabiendo que ya sólo le queda la muerte. Asombroso Pablo.

¿Y vosotros, quién decís que soy yo? Llevamos tiempo preguntándonos: quién eres, dime quién eres. Pues bien, ahora es Jesús quien nos cuestiona. Simón Pedro contesta en nuestro nombre. Para siempre esta, la suya, será nuestra respuesta: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y ahora nos toca rumiar más y más esas palabras. Ver su significado. Saber y llevar a la vida lo que en ellas afirmamos. Hacer cosa nuestra esa respuesta. No unas vocablos dichos por la mera costumbre, sino palabras recogidas por la tradición de la Iglesia de manera que ella quede conformada para siempre. Esa afirmación, dicha con la fuerza exuberante de Pedro en nombre de todos, como entiende Jesús, señala la piedra sobre la que estamos construidos. No como individualidades, sino como Iglesia. Porque al Señor nos acercamos por medio de la sacramentalidad de la carne, no por las ideas más o menos geniales de una mera individualidad. Porque la Iglesia, no este o el otro espécimen, no esta o la otra comunidad, no este o el otro grupo de los puros, de los buenos, de nosotros que no somos los otros, es el pueblo de Dios, es el cuerpo de Cristo. Si se me permite decirlo así: la Iglesia es la carne de Cristo. De ahí que sea carne sacramental.

Hoy, día de san Pedro y san Pablo, es esencial que seamos muy conscientes de la sacramentalidad —sacramentalidad carnal— de la Iglesia.