Gn 22,1-19; Sal 114; Mt 9,1-8

La aventura de Abrahán hoy nos lo hace cercano a lo más íntimo de lo que somos. Él si, ahora sí es el padre de nuestra fe. ¿Son restos de las costumbres de aquellos tiempos en que todavía se sacrificaba el hijo primogénito para conseguir que los bienes afluyeran, provocando una gran riqueza de la familia? Quizá. Pero la narración maravillosa está ahí. El padre Abrahán está disponible a cumplir lo que es la voluntad de su Señor, aunque para ello tenga que sacrificar a Isaac, su hijo único —el otro, Ismael, ha sido expulsado de casa junto a su madre, siguiendo costumbres ancestrales que consideramos injustas por demás—, el hijo de la promesa, al que quiere. Parece que el Señor se venga ahora, siguiendo otra costumbre ancestral, de la expulsión del hijo de la esclava. Y le pone a prueba.

La escena es magnífica y está maravillosamente contada. Mas cuando la leemos los que somos hijos de la fe de Abrahán enseguida la comprendemos, y vemos en ella lo que luego, en Jesús, el Hijo, va a cumplirse. Altar del sacrificio fuera, lejos; fuera de la ciudad. Tres días de camino a los infiernos donde malvivían los justos en espera de su liberación definitiva. Un peligroso caminar sin víctima sacrificial. Tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el sacrificio? El Señor Dios proveerá. Llegados al lugar del sacrificio, es el propio Hijo quien es la víctima, y es el Padre quien oficiará. No podemos, pues, sino ver cómo este relato narra lo que se va a cumplir con Jesús, el Cordero que señalara Juan el Bautista. Porque estaba predestinado por su Padre a ser víctima del sacrificio. A entregar su sangre por nosotros. Todo en los relatos evangélicos nos lo va señalando de manera terrible. Caminamos también hacia un sacrificio, pero esta vez será cruento, pues se va a derramar la sangre del Hijo. La narración del sacrificio de Isaac termina bien. La del sacrificio del Hijo, no, pues finaliza con la carne y la sangre ofrecidos en sacrificio por/para nosotros. Por nuestros pecados y para nuestra salvación. Es un sacrificio redentor. Pero ¿por qué está vez sí hay muerte sacrificial? Algunos creyentes, de manera muy tonta, quitan toda idea de sacrificio en la muerte de Jesús, pero eso es dejarnos sin su carne y su sangre, dejarnos sin su eucaristía, dejarnos sin la sacramentalidad de la Iglesia. Dejarnos a nosotros sin carne redimida. Así pues, sin carne amante.

El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará graciosamente todo con él? (Rom 8,32). Palabras asombrosas de Pablo, en las que vemos al Padre caminar por el desierto llevando a su Hijo para ofrecerle en sacrificio en el monte Calvario. ¿No hubiera podido resolver las cosas de otra manera? ¿No hubiera podido liberarnos con otras luchas? Puede, pero esto es lo que hay. Esto son los planes de Dios. Esta es su realidad. De esta manera nos dará todo con él por pura gracia. Esto es lo que, como a Mateo, cada uno ocupado en sus quehaceres, nos arrebata por dentro, se hace con nosotros y nos ponemos en seguimiento de Jesús. Pase lo que pase. Sea lo que fuere de nosotros. Porque él, de ese modo, nos llena de su misericordia. ¿Nos la merecíamos? Sería una risión decir que sí. Nos la dona en pura gratuidad. Por nuestra absoluta confianza de fe en él.