Hay quien dice que si hubiera vivido en tiempos de Jesús y lo hubiera conocido físicamente, entonces le sería fácil creer. El evangelio que escuchamos hoy muestra la falsedad de ese modo de argumentar. Los habitantes de Nazaret, que conocían a Jesús, es más, que lo habían visto crecer junto a ellos, y que, por decirlo de alguna manera, lo sabían todo sobre Él, se resistían a creer. Por tanto, su situación no debía de ser muy distinta a la nuestra.

Fijémonos en sus argumentos: ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es ése el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?. Y lo más curioso es que todo esto sucede en la sinagoga. Eran personas religiosas que creían en Dios y, más en concreto, conocían las acciones de Dios a favor de su pueblo. Israel sabía que Dios actuaba en la historia, por eso sorprende aún más el escepticismo de aquellos nazarenos.

Primero reconocen unas obras admirables y después buscan la manera de demostrar que no son tan admirables. Primero dicen: Habla con sabiduría y hace milagros. Pero eso es demasiado para ellos, que no quieren que Dios entre en sus vidas y se conforman con dedicarle unas horas del sábado. Por ello, en seguida añaden: Pero es el hijo de María, el carpintero. Y el prejuicio acaba negando la realidad. Es más fuerte su idea preconcebida que lo que sucede ante sus ojos. Como han decidido que Jesús no es en nada diferente a ellos y no puede actuar en nombre de Dios, reducen los milagros y la sabiduría de sus enseñanzas a fenómenos extravagantes y que no pueden explicarse. ¡Cuánta ceguera la de aquellos hombres! Pero, podemos preguntarnos, ¿no será también la nuestra?

Llevamos ya dos mil años de historia. Quizá nos hemos cansado de ver milagros. El final del episodio que hoy se proclama dice que Jesús hizo pocas curaciones en Nazaret. El dato es sorprendente porque era su pueblo y, seguramente, sentía por él y su gente un cariño especial. El caso es que no querían creer y una acción milagrosa hubiera resultado contraproducente. Quién sabe si no hubieran temido escándalos o una intervención de los romanos. En Nazaret nunca había pasado nada. Así lo proclama Natanael cuando Felipe le dice que ha conocido al Mesías, a Jesús de Nazaret. Y ellos quieren que siga siendo así. Optan por una vida anodina, sostenida en la mediocridad de la mera sucesión de los días. Quizás sea este parte del drama del catolicismo del siglo XXI: la pérdida de confianza en el poder de la gracia. No es que Dios no quiera actuar, sino que el hombre se posiciona de tal manera que hace imposible la acción de la gracia. De alguna manera la falta de fe ata las manos de Dios.

San Pablo, en la segunda lectura, muestra un camino distinto. Él experimenta la debilidad, que no es metafórica, sino que le alcanza hasta lo más profundo. Desde ella proclama el poder de Dios. San Pablo nos invita a la esperanza continua en la intervención de Dios, a la posibilidad del milagro, en cualquier momento y situación. Es también la experiencia del salmista: Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor Dios nuestro, esperando su misericordia.