Ex 12, 37-42; Salm 135, 1.23-24.10-15; Mateo 12, 14-21

Los fariseos querían matar a Jesús. No había ninguna razón objetiva. Simplemente Él lo cambiaba todo. Acostumbrados a su religiosidad les molestaba que alguien les mostrara un camino más grande. Decían que amaban la Verdad, pero decidieron destruirla en cuanto se les manifestó.

No nos engañemos. El Evangelio no recuerda sólo un episodio histórico, sino que quiere ser instrucción para todos nosotros. La verdadera pregunta que debería conmovernos y se nosotros dejamos que Jesús configure nuestra vida, toda ella. Porque existe un recoveco peligroso, que es el de la propia religiosidad. ¿Qué armadura tan peligrosa puede llegar a ser? Puede pasar que acabemos cayendo en nuestra propia trampa. Lo que pensábamos era una fortaleza segura se convierte en la fosa en la que caemos. Todo por no dejar que sea el Señor quien construya la casa.

No recuerdo los términos técnicos, pero los autores espirituales distinguen, cuando tratan del cumplimiento de la voluntad de Dios, entre dos clases. La primera y más universal consiste en cumplir los mandamientos de la ley, los de la Iglesia y los del propio estado. La segunda, se refiere a lo específico que Dios nos puede pedir o no hacerlo. La tentación de lo extraordinario se presenta con frecuencia, cuando lo más bonito es lo ordinario, lo común, donde se manifiesta la gracia santificante con su dulzura y silencio.

Si olvidamos esto hacemos como los fariseos. Construimos no sólo prescindiendo de Jesucristo sino ahogando su palabra. La ahogamos bajo la excusa de una mayor perfección o santidad. Pero las palabras de Jesús que hoy escuchamos pidiendo a quienes cura que sean discretos, abogan a favor de lo contrario. No descubrir a Jesucristo, cuando has sido curado no es nada sencillo. Quizás llegue el día de dar testimonio, en la forma que Él nos pida, pero de momento hay que cuidarlo en el interior. Y quizás lo más grande de nuestra vida sea cuidar esa intimidad divina en nuestro corazón en medio de una vida discreta y anodina a los ojos del mundo.

Esto no contradice el apostolado, sino que indica la importancia de estar siempre bajo el mandato de Jesucristo. Nosotros lo conocemos a través de la Iglesia que nos enseña, de la oración y de la fidelidad al lugar en el que el Señor nos ha colocado y que, habitualmente, percibimos como incómodo. ¿Por qué tantas veces el Señor manda a quienes cura que guarden silencio? ¿Por qué Pablo estuvo tres años callado antes de lanzarse a evangelizar a los gentiles? ¿Por qué Juan el Bautista preparó su misión en la soledad del desierto? Para no falsificar lo que habían recibido. Para ser verdaderamente discretos, que supone no hablar cuando no se debe ni en un tono indebido, ni más o menos de lo que conviene.