Dt 4,32-40; Sal 76; Mt 16,24-28

Sí. Primero Moisés. Luego, en su completud, al llegar la plenificación de los tiempos, Jesucristo. Lo que aconteció desde los tiempos antiguos fue para que reconozcamos que el Señor es Dios. Sin medias tintas. Sin que valga decir: bueno, en realidad los otros han recibido también a sus dioses y diosecillos. No, que quede declaro, de esas revelaciones a medias nada: no hay otro Dios fuera de él. Ante la revelación a Moisés en el fuego, deberás reconocer que Dios se eligió un pueblo. Reconoce que ni arriba en el cielo ni aquí en la tierra hay otro Dios fuera de mí. Son siempre palabras, en su tajancia, que uno escucha con perplejidad. ¿Cómo es que ahí, y sólo ahí, en ese pueblo y en esa revelación? ¿Las demás quedan excluidas por entero? ¿Cómo es esto?, ¿no es una terrible injusticia de parte de Dios? ¿Por qué ese exclusivismo? Dios se ha escogido un pueblo, el pueblo de su alianza, para que se recuerden por siempre sus proezas. Medita todas sus obras y considera sus hazañas. Porque este Dios es el que creó cielo y tierra; el que nos hizo a imagen y semejanza suya; el que mostró su alianza y su misericordia con nosotros, su pueblo. Con nadie obró así. Mas, actuando de esta forma, no fue injusto con todos los demás. ¿Los abandonó?, ¿qué perseguía con este comportamiento tan austero, tan exclusivo?

Cuando leemos el evangelio nos quedamos más estupefactos ante su radicalidad, casi intolerable. Si no procediéramos de un humus en el que hemos visto esa privanza con su pueblo que en su consideración nos dejaba perplejos, no podríamos siquiera oír las palabras de Jesús que hoy pronuncia para nosotros. ¿Renunciar a dioses y diosecillos? Ni se mencionan: renunciar a sí mismo. Yo, renuncio a mí. Tú, renuncias a ti. Negarnos a nosotros mismos. ¿Cómo será eso?, ¿por qué? Acaso somos apestados purulentos. Es posible que sí, carne llagada y ponzoñosa. Pero, no importa, ahí no está la cuestión de hoy. Importa poco que tu carne sea sonrosada como la de un mamoncete o llagada como la de un moribundo. Debes renunciar al estado mismo de tu carne. No a ella, pues eso significaría una muerte desencarnada, y los seguidores del Jesucristo encarnado no pueden perder su carne para seguirle, pues, entonces, ¿qué?, ¿serían espíritus puros? No, la cosa es segura. Es nuestra carne la que se asemeja a la carne de Jesús. Por eso nos dice que carguemos con nuestra cruz y le sigamos. La pesantez de nuestra cruz, como pesada es la suya. Qué asombro causa. Antes de ser clavado en ella, la llevo sobre sus hombros. Y pesaba tanto, que necesitó la ayuda del Cireneo. También nosotros necesitamos ayuda para llevar nuestra cruz. Él mismo nos la proporciona; él mismo es nuestro Cireneo.

¿Quereos salvar nuestra vida?, ¿queremos salvar nuestra alma, esa que queda expresada en nuestro rostro? ¿Cómo haremos? Las palabras de Jesús son tajantes: perdiéndola. Perdiéndola por él. Pero ¿qué pueden significar tan extrañas palabras? Perder la vida, perder el alma. Por él. Sólo quien la pierda por él, la encontrará. Todo parece caer en una novedad revolcadora. Todo pierde su aparente equilibrio. Perder, para ganar. Perder lo mío, lo más íntimo de mí, para ganarle a él en mi. ¿Qué me importa la ganancia del mundo entero? Sólo me importa ganarle a él en mí. ¿Cómo será eso posible? Lo imposible, pues, se va a hacer posible.