Prov 9, 1-6; Sal 33; Ef 5, 15-20; Jn 6, 51-58

En ocasiones decimos a los niños que «los que se portan bien van al cielo, y los que se portan mal van al infierno». No diré que esto sea un disparate, pero, en la mente de una persona mayor, esta máxima puede dar lugar a consecuencias muy desatinadas: sobre todo si se extrae la conclusión de que el cielo se «gana» a base de buenas obras, canjeables al final por vida eterna. Una de estas «buenas obras» sería la de ir a misa en los días de precepto, pero junto a ésta habría otras muchas: ser caritativo con el prójimo, perdonar, confesarse una vez al año y rezar cada cierto tiempo… Lógicamente, nadie podría realizarlas todas -habría que hacer una media al final de la vida, como en un examen-, pero estaría fuera de lugar sostener que una persona puede condenarse por haber rechazado los sacramentos, cuando su vida ha sido generosa y entregada a los demás; máxime cuando tantos que van a misa dan luego tan mal ejemplo de caridad…

Y, sin embargo, la primera criatura en entrar en el cielo fue un ladrón que pidió un regalo al final de su vida.

«Si no coméis la, carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros (…) El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna». Estas dos frases del Señor, que se leen hoy en el santo evangelio, y que resumen la doctrina del discurso del Pan de Vida, suponen un vuelco a toda esa concepción «olímpica» de la salvación: de acuerdo con ellas, la Vida eterna no se gana a base de esfuerzos, ni es un premio por haber superado una serie de pruebas, sino que se recibe como se recibe la comunión en la santa misa, como se recibe la absolución en el sacramento de la Penitencia. Por más «buenas obras» que haga una persona, tales obras no pasarán de ser «obras humanas», y con ellas no podría satisfacerse ni por un solo pecado mortal; cuánto menos comprar con ellas algo tan inasequible al Hombre como la Vida eterna. Ésta es el regalo de un Dios amante, y la fuente en la que Él ha querido derramarla son los sacramentos. Por eso, el rechazo de la gracia sacramental conlleva el rechazo de la salvación. A esto se refiere la Iglesia cuando nos enseña que faltar a misa culpablemente un domingo constituye un pecado mortal: al decidir no recibir el regalo de la Vida, el alma queda muerta. Sin embargo, una vez recibida, esa vida de la gracia consagra nuestras obras, y, al ponerlas en manos de Cristo, las transforma en «obras de santidad», capaces de merecer mil cielos.
Así visto, para llegar al cielo, más que dar, hay que saber recibir; hay que acercarse a las fuentes de la Vida. Cuando este domingo recibamos el Pan de Vida eterna, pidámosle a la Santísima Virgen un corazón como el suyo, capaz de llenarse de Cristo, para que el fruto de nuestras obras sea quien es «Fruto de su vientre»