Jc 11, 29-39a; Salm 39, 5-10; Mateo 22, 1-14

Cuando el Sagrado Corazón de Jesús se manifestó a santa Margarita, una de las cosas que le dijo fue que el dolor más grande le venía de la indiferencia y desprecio de aquellos por los que más había hecho. No puede sorprendernos la queja de nuestro Señor ya que, a nosotros, nos pasa lo mismo. Nos duele que las personas por las que hacemos algo no nos lo reconozcan y agradezcan. No pocas veces los dolores más grandes que experimentamos provienen de ahí.

Hace poco una muchacha que había ido un domingo a ayudar a un comedor para indigentes se me quejaba de que los pobres no le agradecían lo que hacían por ellos. Quizás tenía razón pero juntos vimos que también nosotros, en multitud de ocasiones, permanecemos indiferentes ante todos los dones que el Señor nos concede. No somos conscientes de los bienes que continuamente derrama sobre nosotros.

La parábola que hoy escuchamos en el evangelio ilustra bien este hecho. Dios Padre con todo su amor ha preparado un banquete que simboliza la salvación de los hombres. En ese banquete están representados todos los bienes que el hombre puede desear y en grado infinito. Es el banquete de la boda de Jesucristo con su Iglesia como le gustaba a san Bernardo, cuya memoria hoy celebramos, de nuestro Salvador con el alma de cada uno. Dios se lo ha gastado todo en ese banquete, pues es posible porque ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros. En ese banquete se representa el infinito amor que nos tiene.

En los banquetes no todos están de fiesta. Algunos contemplan el esplendor de la fiesta pero no participan de ella. Así sucede con quienes han de servir la mesa o estar atentos a cualquier necesidad. Dios no nos invita para que contemplemos desde fuera sino que nos hace comensales. Es decir, nos lleva a lo más profundo de la fiesta. Alguna vez, al oficiar alguna boda, he visto personas que se acercaban para ver cómo iba vestida la novia o los asistentes y disfrutaban haciéndolo. Ellos no estaban invitados pero participaban, a su modo, de la alegría del evento. Dios quiere que gocemos en plenitud y por eso nos invita a una salvación total, reservándonos un lugar en la mesa.

Pero, lógicamente, nadie va a ser forzado a asistir a esa fiesta. La parábola, que es una llamada de atención para todos nosotros, nos habla de cómo muchos desprecian la invitación. Les parece que sus ocupaciones o sus bienes son más importantes. Son indiferentes al amor de Dios que tiene esa consideración hacia ellos. También nos muestra el desprecio de quien acepta la invitación pero no se prepara dignamente para ella. Le falta a ese personaje el agradecimiento y el respeto y por eso no se compró un traje de fiesta. Simboliza este la penitencia y la limpieza del alma. Al darnos cuenta del amor que Dios nos tiene deseamos ser agradables a sus ojos y por ello pedimos perdón de nuestros pecados, en la confesión, e intentamos no desagradarle en nada antes bien complacerle con las buenas obras.