1Ts 4,1-8; Salm 96, 1-6.10-12; Mateo 25, 1-13

Uno de los autores que más ha influido en la cultura occidental es san Agustín. Muchos lo consideran un genio y ahora sería muy difícil ponderar todos sus logros. Pero, tanto para los hombres de fe como para quienes no la tienen el Obispo de Hipona es una referente que no puede pasarse por alto. Sin embargo, basta con leer las Confesiones que escribió para darse cuenta de que Agustín no puede catalogarse entre los genios al uso. San Agustín venció intelectualmente a los maniqueos, derrotó a los donatistas y aportó todos los argumentos contra el pelagianismo; inició en La Ciudad de Dios una interpretación teológica de la historia en la que se han inspirado todas las posteriores, y sobresale por sus comentarios bíblicos y sus sermones. Pero en ese libro autobiográfico, el genio africano se nos muestra arrodillado ante Dios.

La censura que domina nuestro sistema educativo está privando a millones de personas del acceso a uno de los padres de Occidente. Bastaría con leer esas Confesiones, para descubrir que lo divino no niega lo humano. Agustín dedicó mucho tiempo a indagar sobre sí mismo. No lo hizo en el sentido de dar vueltas a sus talentos y regodearse en ellos. Lejos de quedarse en la periferia pedante de la autocomplacencia utilizó sus dones para adentrarse en sí mismo. Quería entender el sentido del mundo para entenderse a sí mismo y esa búsqueda incesante de la verdad, en la que entendía se encontraba comprometido, le acuciaba porque quería ser feliz. Esa sinceridad del autor es la que lo pone en contacto con nosotros a pesar de haber pasado más de quince siglos. San Agustín quería ser feliz, como lo quiere todo hombre. Y ese deseo de su interior no lo ocultó sino que quiso saciarlo plenamente.

En el evangelio de hoy escuchamos una parábola en la que Jesús nos exhorta a estar en vela. Comparando a las vírgenes sabias con el Obispo de Hipona nos damos cuenta de que durante toda su vida persiguió la verdad y, cuando llegó a ser cristiano, predicó ardientemente la caridad. Su comentario a la primera Carta de san Juan es un bonito y extenso tratado sobre el amor. En aquellas homilías san Agustín indicaba que la vida verdadera, el aceite de las lámparas simboliza el amor, se encontraba sólo en el amor sin fisuras a Dios y al prójimo. Ese amor al prójimo, dice el santo, conlleva desear para él que conozca a Jesús y se salve. La parábola muestra bien como la alegría de las bodas, en la fiesta con el esposo, es la que empezamos a tener aquí cuando vivimos la caridad y nuestras almas brillan por el amor.

A muchas personas les resulta simpático este santo porque se quedan con su vida de pagano. Piensan, el que experimentó muchos pecados es un verdadero hombre. Se equivocan en su juicio, porque donde se muestra la humanidad de Agustín con mayor plenitud es en su ansia por conocer la verdad eterna. En lo otro, nos diría él, se asemejaba a las bestias. Por eso cuando conoció a Jesucristo descubrió también que allí se nos manifestaba en plenitud en qué consiste ser hombre.