Siento amargar la vida a los más pequeños, pero ya quedan pocos días para que vuelvan al colegio. Los padres ya están comprando todo lo necesario, además de los libros los cuadernos, bolígrafos, lápices, tijeras, papeles, tinta para el ordenador, la mochila, los vales para el fisioterapeuta por llevar la mochila llena de libros, el uniforme y un tirachinas. Se calcula una media de 300 euros por niño para volver al colegio, una barbaridad. Creo que los padres acaban tan hartos de buscar los libros que los odian más que los hijos a final de curso. Estoy convencido que muchos padres ni se preguntan qué dan en clase su hijo, ni ojea los contenidos del libro. Podrían tener un libro de religión que negase la divinidad de Cristo, o un libro de educación para la ciudadanía que enseñase a su hijo a seducir a la profesora, y no se enterasen. Luego muchos padres se preguntan ¿dónde habrá aprendido esto el niño?. Echan la culpa a los amigos que son unos benditos de Dios y no se dan cuenta que han pagado 20 eurazos por enseñar barbaridades a su hijo/a.
“(Jesús), apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: – «Effetá», esto es: «Ábrete.» Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.” Acabo de bautizar a una criatura (Paula, para más señas) y he vuelto a repetir este gesto sobre las orejas y la boca de la niña. Los padres se han comprometido a educarla en la fe y a ser los primeros que “de palabra y de obra den testimonio ante ella de la fe Cristo Jesús”. En ocasiones esa compromiso se acaba según salen de la parroquia, en otras dura toda la vida, en muchas ocasiones fluctúa según los momentos de la vida. Pero el Señor no abre los oídos para escuchar cualquier cosa, sino para escucharle a Él. Hoy no tenemos un gran problema de sordera, recibimos ciento veinte mil mensajes todos los días y los oímos con más o menos atención. Pero en ocasiones hemos cerrado nuestros oídos a la Palabra de Dios, nos aburre o no nos dice nada. Hemos paralizado nuestra lengua para hablar de Dios, nos da corte y vergüenza. Incluso hablar con los hijos nos da cierta timidez, ir al colegio a hablar con el profesor lo hacemos como con cierto reparo. Cuando se estaban delimitando los contenidos de la nueva asignatura de educación para la ciudadanía, hubo ciertos colegios católicos que dijeron que a ellos les daba igual pues ya habían ajustado la asignatura a su ideario. ¡Bravo por ellos! pero ¿y los que estudian en colegios públicos, en colegios que no tienen un ideario católico pero les ha sido asignado a sus hijos? A esos no habría que decirles: “No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: «Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado.» Al pobre, en cambio: «Estáte ahí de pie o siéntate en el suelo.» Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos?” Cuando uno cierra sus oídos y su lengua para Dios, sólo acaba abriéndola para defenderse a sí mismo, y eso es lastimoso. Cuando cerramos los ojos y el corazón a lo que enseñan a los niños, cuando miramos para otro lado cuando nos hablan de sus problemillas,; luego nos sorprenden sus actitudes.
La Virgen María tenía el oído y el corazón abierto a Dios y por eso su lengua sólo podía proclamar sus maravillas. Que ella nos enseñe a escuchar en la escuela del Amor de Dios.