A pesar de que algunos se empeñan en intentar hacer mala prensa (nunca mejor dicho), del Sacramento de la Penitencia, en la parroquia se confiesa cada vez más gente, todos los días y a las horas de todas las Misas. Ha ayudado mucho la llegada de otro sacerdote que permite que estemos en Misa y confesando. Esto a algunos les sienta fatal pues defienden que si se está en Misa se tiene que estar sólo en Misa (lo que ciertamente sería lo más recomendable), pero en cuántas ocasiones alguien que ha pasado por la Iglesia, va a Misa por cualquier casualidad, ha visto disponible el confesionario y se acerca a reconciliarse con Dios después de muchos años. En ocasiones los sacerdotes ponemos difícil el sacramento de la reconciliación, casi hay que echar una instancia para que el cura te reciba y en otras te despacha en un santiamén, como con desgana. Este año que celebramos de forma especial al Santo Cura de Ars deberíamos pedir que en todas nuestras parroquias, de cualquier parte del mundo, hubiese un horario claro de confesiones, que se facilite este sacramento en cualquier momento y al párroco que no le guste, que se vaya de ejercicios espirituales.
“Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mi, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús.” El agradecimiento de San Pablo, el agradecimiento de aquel que se encuentra con Cristo y con su misericordia. En ocasiones hablamos mucho de igualdad, de dar las mismas oportunidades a todos, ahora se diría hacer una sociedad sostenible (lo de sostenible lo pones después de cualquier cosa y te dan una subvención). ¿Qué hay que nos iguale más que la mirada de Cristo? Cuando alguien se acerca a confesarse no presenta al sacerdote sus títulos ni sus bienes, sino sus males y eso nos iguala a todos mucho. Uno puede calificarse de blasfemo, perseguidor e insolente y lo único que recibe es la misericordia, un derroche de gracia.
Para acoger bien al penitente hace falta que el sacerdote también se confiese a menudo. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, sí bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Hermano, déjame que te saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita!” Confesar, en ocasiones, es cansado. Puedes pasarte horas escuchando miserias, repartiendo consejos, pidiendo las luces del Espíritu Santo para no meter demasiado la pata. Pero cuando recuerdas la misericordia que Dios tuvo contigo en la última confesión, que estás derramando esa misericordia que jamás se agota, que das esa paz del alma que sólo Dios puede dar, entonces continúas, aunque te canses.
Acaban de pedirme confesión, así que acabo este comentario. Vamos a pedirle a la Virgen que todos seamos grandes apóstoles de la confesión: que los padres animen a confesarse a los hijos, las esposas a los maridos, les animemos a nuestros amigos e incluso hagamos alguna recomendación a nuestros enemigos e incluso a nuestro párroco, así habrá menos blasfemos por el mundo y más enamorados de la misericordia entrañable de Dios.