Nú 21,4b-9; Sal 77; Flp 2,6-11; Ju 3,13-17

A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Porque esa condición era la suya. Y estamos en uno de los primeros textos del NT, anterior a cualquiera de las cartas de san Pablo. Asombra la claridad con la que la primera comunidad, muy pocos años después de la muerte de Jesús, veía a su Señor; sabía de él. Ni un asomo de duda: condición y categoría. Y eso desde antes de aparecer entre nosotros en carne mortal. Jesús no es visto como un hombre endiosado por mor de sus maravillosas hazañas, sino Dios mismo que viene a nosotros, sin hacer alarde de su categoría ni contar con la que era su condición. Hombre entre nosotros. Pero de condición divina y categoría de Dios ya antes de esa venida. Pero hay más aún. Fue él mismo quien se despojó de su rango. Nadie se lo quitó. Fue un acto de su propia voluntad para estar acá entre nosotros. Tomó nuestro mismo rango, él que era de otra categoría. Y en plena voluntad tomó categoría de esclavo. Se adentró en la encarnación, como uno de tantos. Como tú y como yo. En nada se distinguió de nosotros. Parecía uno cualquiera. Mas, aún continuó en ese abajamiento, pues se rebajó hasta someterse a la muerte. Nada ni nadie le obligaba a ello, pues en ningún momento perdió su categoría y condición, sino que no hizo alarde de ellas, igualándose a nosotros en la muerte. Y además una muerte de cruz —añadido de Pablo al tomar el himno como cosa suya, como aseveran los entendidos—. Muerte de esclavos. Infamante. Fuera de la ciudad. Rechazado de la propia comunidad humana.

Este camino de anonadamiento llama la atención poderosamente. Es el camino por el que Dios viene a nosotros. El elegido por él para nuestra salvación. ¿No cabían otros? Pero el realismo de la elección es este: y muerte de cruz.

Por eso: misteriosas palabras con las que prosigue el himno hecho suyo por Pablo. De este modo, precisamente porque las cosas habían discurrido así con Jesús, porque ese era el camino elegido, porque se había prestado con entera libertad al anonadamiento en el uno de tantos y, luego, al de la muerte en la cruz, en un segundo momento, realizando la obra de nuestra redención, Dios actúa en él levantándolo sobre todo hasta ocupar el lugar que expresaba y realizaba su condición divina y su categoría de Dios. Porque no le dejó en el fondo horrible de esa muerte anonadada, por debajo de cualquiera de nosotros, como no fueran los más pobres y necesitados de liberación, en la muerte, en el abandono y el desprecio. Lo levantó sobre todo, concediéndole la substancia de un nombre que está sobre todo nombre. Y el nombre, recuérdese bien, lo es todo para los antiguos. Un nombre que ahora se hace pura patencia. Fulgor del nombre de Jesús de modo que, ante esa carne ahora transfigurada en la resurrección, toda rodilla se doble. Cielo. Tierra. Abismos. Toda rodilla reconoce ahora quién es Jesús, nuestro salvador y redentor. De modo que ante ese nombre toda lengua, la tuya y la mía, proclame: Jesucristo es Señor. Cuando antes sólo Yahvé era Señor, Jesús, el Cristo, es nuestro Señor.

¿Por qué y cómo todo este recorrido de anonadamiento y de exaltación fulgurante? Para gloria de Dios Padre. Asombrosa cruz en la que está clavado Jesús.