1Tim 3,14-16; Sal 110; Lu 7,31-35

El salmo nos lo dice, grandes son las obras del Señor, esplendor y belleza, generosidad que nunca se pierde. El Señor es piadoso y clemente. Recuerda siempre su alianza y da alimento a los que creen en él, siéndole fiel. Ahora bien, el salmista todavía no tenía a la vista la grandeza de esas obras tal como se realizan en Jesús.

La primera carta a Timoteo nos señala cómo debemos conducirnos en un templo de Dios, pues somos templo de Dios ya que el Espíritu de Dios, por Cristo, con Cristo y en Cristo, habita en nosotros. Ese templo de Dios, prosigue la carta, es la asamblea de Dios vivo, su Iglesia; la asamblea que se construye con esas piedras vivas que somos nosotros, sus fieles. Ella es columna y base de la verdad. Algunos dicen que esta carta de san Pablo fue escrita cuando ya la Iglesia había tomado el frente de la acción de Dios, una vez perdida la primigenia fuerza de la justificación por la sola fe. Es muy exagerado pensar así. Aunque, es cierto, hay un crecimiento de la comprensión de la fe y de la pertenencia a la Iglesia a lo largo de los escritos de Pablo, desde aquella primera carta a los Tesalonicenses. Sin embargo, es un crecimiento congruente de la comprensión de la Revelación de Dios que se nos hace en Jesús. Véase. El misterio que veneramos es grande. Inmenso. Llevó tiempo a los mismos protagonistas del NT, empujados por la fuerza del Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, comprenderlo en su grandor. No podemos olvidar que en el NT hay un recorrido de la Revelación, una comprensión cada vez más arropada por el Espíritu, para que brillara en su conjunto en toda la esplendorosa riqueza del NT.

Primero se manifestó como hombre. ¿Quién? Jesús. En su encarnación, en su vida, en su ministerio, en sus hechos, en sus palabras, en sus acciones. En su muerte. Muerte en cruz. Pero no todo quedó ahí, en la muerte, aunque fuera muerte en cruz, muerte redentora, sino que el Espíritu lo rehabilitó. Lo rehabilitó a la vida. Vida del resucitado. Vida que ascendió al seno del Padre. El Viviente. La cruz fue un paso, terrible paso, paso redentor, en esa ascensión al Padre. Se apareció a los mensajeros. Porque no quedó todo ese gran misterio en la penumbra de lo escondido, sino que fue proclamado como buena noticia, evangelio de Dios, a todas las naciones. No sólo a los judíos, sino a todos. Asombroso misterio de salvación para todos, cercanos y lejanos, viejos y niños, hombres y mujeres, judíos y paganos. Sin límite. Sin parsimonia. Un océano de gracia que nos hace vencedores del pecado y de la muerte. No por nuestras fuerzas, claro es, sino por su gracia. Y sólo se nos pide lo que se nos da: la fe en Jesucristo redentor. Misterio de Dios. San Pablo y los primeros cristianos querían, obedeciendo al mandato de Jesús, que ese evangelio se proclamara a todas las naciones. Y ellos triunfaron en ese empeño. Lo proclamaron a todos y por todas partes. De Jerusalén a Roma. Quizá sólo como esbozo, todavía, de la definitiva proclamación a todo el mundo a la que se llegará al final de los tiempos cuando veamos descender del cielo a la Jerusalén celeste. Y, entonces, fue exaltado a la gloria. Resumen magnífico de ese misterio.

Mas, en total contradicción, nos encontramos siempre con una nueva generación perversa que lo rechaza.