1Tim 6,2c-12; Sal 48; Lu 8,1-3

La vida de Jesús, y la de quien sigue su camino, es un corretear sin pausa, para predicar y hacer realidad al Reino de Dios. La Buena Noticia. Ahí está el centro de donde dimana todo. Para eso Jesús caminaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. Acompañado de los Doce y de algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades, y de otras muchas que le ayudaban con sus bienes. Acompañado, quizá también, de ti y de mí. ¿Cuál es esa noticia tan buena? La buena aventura de los pobres, de los oprimidos, de los enfermos, de los que sufren, de todos los que son considerados como la escoria del mundo. La buena noticia para todos los que no son supermanes o han dejado ya de serlo. Nada tienen y, por eso, son abandonados y despreciados. La buena noticia de nuestra salvación. Pues bien, la Buena Noticia es que Dios, su Padre, se preocupa por ellos. Dios está con ellos y no los abandona. Ellos son los que constituyen su Reino.

No nos jactaremos de la opulencia de nuestras riquezas. Estas, para colmo, son cosa tan pasajera. ¿Recordáis los días en que éramos, también nosotros, como el rico epulón? Pues bien, hasta esos días parecen haber pasado. ¿Qué, diremos con el salmo, daremos a Dios un rescate? No, es tan caro el rescate de la vida que nunca tendremos suficiente para hacer ese pago. Porque el pago de nuestro rescate es Jesús. Sólo él. Nadie más que él. Sólo él es nuestra víctima, la que se ofrece en sacrificio por nosotros. Sólo su carne y su sangre son comida y bebida para nosotros. Todo lo demás es, o termina siendo, vanidad de vanidades, y todo vanidad.

¿Qué otras palabras enseñaremos que las de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Hablaremos por hablar?, ¿nos inventaremos las palabras que le substituyan, a él, que es la Palabra de Dios? Nuestra doctrina es la que él nos enseña. Ninguna otra. No palabritas a las que sacaremos punta y discutiremos sin fin. Porque la palabra que nosotros pronunciamos no es otra que él mismo, Palabra de Dios. No nos lucraremos con esas palabras, pues ellas mismas harán que nuestra buena aventura sea la de los pobres y gentes sencillas, sin importancia; aquellos cuya palabra no es escuchada porque demasiado poco importante, porque no es palabra de intereses y de mando. Sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él. La absoluta sencillez nos basta. Porque lo nuestro es sólo la Buena Noticia de Jesús. No nos crearemos necesidades absurdas que nos abismen en la codicia, raíz de todos los males. Por eso, al rezar el salmo de hoy, repetiremos una y otra vez, enmarcándolo: dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Así, nuestras palabras y nuestros gestos se hacen sacramento. Pues nuestros pequeños gestos y nuestras pequeñas palabras se hacen carne de sacramentalidad. Dan espesor a lo que, en el nombre del Señor, decimos y hacemos. Seguimos sus pasos y hacemos patente con esas palabras y esos gestos su fuerza y su gracia. Tocamos a Dios y, sobre todo, Dios nos toca en la pequeñez de la acción de nuestra carne, carne que es templo del Espíritu, mediante la que él dispensa su gracia. Pero lo hace a través de nuestros sencillos signos acompañados de palabras. El sacramento se adentra de este modo en el propio misterio de Dios.